Viajar por el interior de Baja California es sumergirse
hacia las profundidades de un espacio y un tiempo que suceden a otro ritmo, más
cadencioso, más pausado, más acorde a los ritmos lentos de la naturaleza. Uno
escucha Baja California o Sonora o Sinaloa, e imagina desiertos lejanísimos,
montañas de dunas a las que se asomarían desde costas escarpadas los trastornados
navegantes españoles, sin atreverse siquiera a desembarcar para explorar. Uno
imagina extensiones de saguaros, cactus y piedras gigantes por donde se mueven
cascabeleando serpientes abrasadas. Uno imagina una carretera que en algún
momento pasará a ser de tierra, de arena blanca, de puro polvo, y que conduce
sin remedio hasta el fin del mundo. Pues bien, todo eso es la península de Baja
California, y mucho más que eso.
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De noche es
mejor conducir por la carretera de peaje, de cuota, sin el estorbo de los
cruces en pueblos de mar, pero también sin el estímulo diurno de deslizarse perezosamente sobre
un paisaje seco y rocoso, de apariencia marroquí, entre los cerros y el agua.
También el propio idioma viaja y crece con uno en el trayecto, asimilando con
rapidez giros lingüísticos inesperados o tiernos: Obedezca las señales,
Principia tramo en reparación, No maneje cansado.
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La primera
parada en nuestra aventura está más al sur, más hacia las profundidades de la
noche. Al sur de Ensenada recorremos una carretera sin arcenes, sin más luces
que las verdes de las gasolineras Pemex, o las débiles bombillas amarillas de
las tiendas de abarrotes. De la carretera principal sale otra donde ya las
luces son los faros de los coches, sin marcas viales, y de ahí un camino de
tierra con agua de mar a los dos lados. En realidad hay una gran ensenada
frente a la ciudad de Ensenada, una gran bahía de aguas tranquilas sobre las
que cruza una lengua de arena, una manga de tierra con complejos de casas de
alquiler, de residencias de verano frente al océano.
El tiempo se
ha ralentizado otro punto. Los focos iluminan un casucho de maderas con el
letrero Security-Seguridad. El camino avanza, y unos metros más allá emergen de
la nada dos torres, que son como la entrada a una fortaleza. Un hombre de
oscuro sale de una caseta, como el alcaide del castillo, y tirando de una soga
levanta la barrera que nos deja el paso franco. Al rato aparece el propietario,
que probablemente se había olvidado de nosotros y desprende un simpático aire
de bebedor de tequila reciente. Enciende el fuego en las habitaciones, y
después de la cena y el vino y las redes de las conversaciones el tiempo parece
detenerse otro punto. Desde las terrazas se oye el oleaje furioso del mar.
Viene un viento fresco que agita las palmeras, y uno piensa seriamente en el
sano ejercicio que sería retirarse una temporada en la calidez de un lugar como
éste.
A la mañana
siguiente el mar está tranquilo, el café sabroso, luminosas las conchas y las
flores que crecen en las dunas. Para llegar a La Bufadora hay que recorrer una
estrecha carretera que serpentea por las alturas de una pequeña península que
cierra la bahía. La Bufadora es un gran reclamo turístico, que en esta mañana
de luz azul congrega a cientos de personas, mexicanos y gringos y de más allá.
Carteles con banderas de muchos países saludan en muchos idiomas al visitante.
Una larga calle de mercadillo en la que se vende de todo lo imaginable, desde
churros y ponchos a tallas de madera y sombreros. En un puesto los niños pueden
pasar siete minutos junto a una leona joven por unos pesos. Tatuajes de henna,
tostilocos, puestos de piña colada, botijos, hamacas, sombreros rancheros,
retratos de Pancho Villa, están revueltos entre el humo de los restaurantes de pescado
fresco que ofrecen almejas y ostiones a los viandantes.
En Maneadero,
que es una calle alargada con llanteras y puestos de comida, nos detenemos a
cambiar una bombilla al coche. Bajo un cartel rutilante de Autoeléctrico,
buscamos al dueño de una choza de paredes negras y mugrosas. Entre ruedas y
plásticos aparece un hombrecillo con mostacho que nos aclara el equívoco: “Pues
aquí no es, pues. El bato nomás puso el cartel y nunca volvió”. Y nos señala
con las uñas en el polvo del suelo la ubicación exacta del taller que buscamos.
A la vuelta de
la esquina aparece el taller, que es una choza aún más pequeña, con un foso en
el que se reparten latas vacías de cerveza y cajas de piezas de mecánico. Otro
hombrecillo con mostacho aparece por algún lugar, masticando y con las manos
mugrientas, y con mucha paciencia desarma la bombilla y nos confirma que está
fundida. Con otro hombre que pasaba por allí vamos a una tienda del pueblo a
comprar una nueva, y además del arreglo nos llevamos del pueblo algunas
historias de supervivencia que nos cuenta por el camino.
En muchas horas de desierto no
hay señal de vida ni señal de radio ni otra luz que la de las estrellas que
refulgen como en el principio de los tiempos. Hay baches y agujeros espantosos
en el pavimento, uno detrás de otro, que seguramente han ido creciendo durante
décadas, con paciencia mineral, en medio de aquellos desiertos. Y también vados
cubiertos de tierra que alguna vez fue barro en alguna lluvia lejana. Y después
de muchas horas de calmosa travesía por el desierto, unas señales nos advierten
de que hemos llegado al Paralelo 28, el límite entre los estados de Baja
California y Baja California Sur. El tiempo, que pareció estancarse, ha ido sin
embargo más rápido que nosotros: ya es el día siguiente, y además al cruzar el
límite entre estados el reloj avanza una hora. No sabemos si acaba o empieza el
viaje al fin de la noche.
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