lunes, 29 de febrero de 2016

El Gran Cañón del Colorado: desde la noche de los tiempos

Hay ciertos lugares en el mundo en los que uno es realmente consciente de su pequeñez, de su valor ínfimo en la creación, por comparación a las proporciones colosales de la naturaleza. El Oeste americano es una sucesión de extensiones inabarcables incluso para el pensamiento, para la domesticada medida europea de las cosas: carreteras rectas y calientes que se extienden durante cientos de millas, paisajes pelados y llanos que se suceden desde la ventanilla del coche como en la secuencia lenta y embotada de un sueño, montañas nevadas vistas desde la lejanía como fortalezas inalcanzables, ríos de anchuras oceánicas que transportan sus aguas a lo largo de varios husos horarios, rocas gigantes de arenisca roja con formas atormentadas, praderas infinitas y extensiones inconcebibles de bosques que palpitan de vida salvaje.

         Pero en ningún lugar del Oeste uno siente más aguda esa sensación de la propia insignificancia, de revelación de las dimensiones del espacio y el tiempo del planeta, que ante el Gran Cañón del Colorado. Porque en nuestra memoria el Gran Cañón es probablemente una sucesión de estampas rojas e impactantes que se repiten en los libros escolares, fotografías tomadas desde el lecho del río que tratan de explicar procesos geológicos, imágenes aéreas expuestas durante unos segundos en la trama rápida de una película o un documental de sobremesa. Y plantarse frente al tajo monumental del río Colorado es algo más que asegurarse de la existencia de ese lugar remoto y casi mítico que estaba detenido en la imaginación infantil: es cobrar conciencia de lo poco que pintamos aquí.

         Llegamos a los límites del Grand Canyon National Park por la orilla sur (South Rim), que es la que está abierta todo el año y la que acoge a la mayor parte de los cinco millones de personas que visitan anualmente el parque. Antes de cruzar la caseta de entrada está Tusayan, un pequeño pueblo con hoteles y supermercados y gasolineras justo donde acaban las planicies peladas y empiezan los bosques de pinos y enebros. Hay grandes aparcamientos y senderos de alquitrán bien acondicionados en torno al centro de visitantes, autobuses que descargan a decenas de japoneses jubilados, familias en excursión de fin de semana, cafeterías y tiendas de alquiler de bicicletas con la nieve amontonada a un lado de la puerta. Los árboles tapan la visión en el breve espacio que lleva hasta el borde, y sólo cuando uno está a unos metros del precipicio descubre la inmensidad del espacio abierto enfrente.

Mather Point es seguramente el primer punto desde el que contemplan el Gran Cañón la mayoría de los turistas. A un lado y a otro hay miradores con cortas vallas protectoras, siguiendo el trazado caprichoso de la orilla. Los miradores sobre las rocas que se meten dentro del vacío están llenos de turistas que se toman fotografías en todas las posturas y combinaciones. Algunos saltan la inocente valla y buscan su foto un par de metros más allá, junto a un árbol que crece ladeado en el mismo precipicio, sobre una roca redonda que lleva varios miles de años acabando de caer. Hay una confusión babélica de idiomas y colores en las voces suaves que no dejan de sonar ni frente a las cámaras. Algunos niños corretean por el sendero asfaltado, persiguen ardillas, se sientan en las rocas pulidas de un pequeño anfiteatro dispuesto para la contemplación, observan con la misma maravillada estupefacción que tienen las caras de los adultos.

         Porque lo que hay enfrente excede de toda medida. Ni siquiera nuestros ojos desentrenados son capaces de creerse lo que tienen delante. Desde aquí se ve el largo perfil de la orilla norte (North Rim), sin principio ni fin, y la sucesión en cascada de las líneas geológicas, negras, blancas, rojas, amarillas, de los cañones sinuosos que se multiplican en todas direcciones, en la anchura inabarcable y neblinosa. Hay rocas que pueden distinguirse con claridad, que parecen tan cercanas que pudieran tocarse, tan palpables como formas cubistas, y otras que apenas son contornos difuminados en el segundo plano de un cuadro religioso renacentista. Lo que parece mentira es que entre esta orilla y la que vemos enfrente haya 16 kilómetros de vacío. Para el ojo humano es más fácil acomodarse al plano de una fotografía que imaginar la verdadera dimensión del espacio que se abre delante.

         Entre el centro de visitantes y el pueblo, que sencillamente se llama Village, hay un trail accesible de poco más de tres kilómetros, que va siguiendo los recovecos y curvas de la orilla, mostrando distintos ángulos de la red de cañones y cerros rojos. Justo en medio está Yavapai Point, un edificio con anchos ventanales colocado sobre un saliente, que es el Museo Geológico, y donde da más vértigo leer datos que asomarse al vacío: el río Colorado talló este cañón hace 5 o 6 millones de años, pero los vestigios y fósiles de mares antiguos y desiertos cuentan una historia geológica de 1800 millones de años. Por la carretera interior, con hoteles, tiendas, mercados y hasta una estación de tren que se inauguró en 1901, se mueven los vehículos particulares y también los autobuses gratuitos del parque, que van parando en muchos miradores hasta once kilómetros más allá, en Hermits Rest.

Nos bajamos al final del pueblo, donde empieza la ruta Bright Angel. Los senderistas caminan despacio por el camino cubierto de nieve y hielo que desciende las laderas, armados con bastones y equipos de supervivencia. Hay un pequeño museo, el Kolb Studio, donde una amplia exposición de objetos y fotografías relata el empeño exitoso de los hermanos Kolb por fotografiar y filmar el Gran Cañón en los primeros años del siglo XX. En 1902 instalaron un estudio fotográfico precario en una cueva en esta orilla, y acabaron construyendo un edificio de tres pisos, desde el que salían a explorar cargados con sus enormes cámaras arcaicas, recorriendo fatigosamente las laderas escarpadas a lomos de una mula, sorteando los rápidos del río Colorado con un pequeño bote lleno de pertrechos pesados.

De vuelta nos reencontramos con un viajero español de acentos cruzados con quien conversamos más temprano. Dejó por un tiempo su trabajo de profesor de instituto en España para recorrer los Estados Unidos documentando los lugares del Sur donde la lucha racial aún no ha acabado. Viniendo de Alabama a California, había que salvar estas extensiones colosales siguiendo las rutas de los antiguos pioneros y colonos. Es curioso venir a coincidir en un punto, mirando el horizonte colorido del cañón, con la historia de alguien con quien no sólo se comparten edad exacta y profesión, sino algunos intereses peregrinos sobre Europa y América, la elección azarosa del momento en que hay que detenerse para contar lo que uno ve, incluso la ausencia de escrúpulo para dormir en los coches.

El sendero va por la orilla pero es parte del bosque de pinos que llega hasta el mismo precipicio. Nos encontramos con un grupo de ciervos que no desconfían de las personas, ardillas de cola blanca que buscan restos de alimento alrededor del pueblo. Desde algunos puntos se puede, con la ayuda de una indicación en forma de tubo de metal, divisar el agua del río, que sigue horadando el cañón a más de un kilómetro bajo nuestros pies. Está atardeciendo y los cañones y desfiladeros de la otra orilla se vuelven de un rojo intenso, bañados de la última luz del sol que se empieza a esconder detrás de los pinos. Aún hay pequeños grupos de paseantes avanzando en las dos direcciones.


Cuando llegamos a Mather Point ha oscurecido del todo. Pero la luna llena otorga al aire espacioso del cañón una luminosidad de una calidad muy parecida a la neblina que lo ocupa de día. Ya no hay nadie, ya no hay voces extasiadas de turistas, no está el cuchicheo constante de las cámaras fotográficas. Hay un silencio denso que se sobrepone al fresco que cayó como un telón en cuanto se puso el sol. Apoyados en la barandilla que separa la orilla del abismo, con la penumbra rota por la luna, pensamos en cómo verían este paisaje milenario y aparentemente estéril los primeros exploradores españoles que llegaron aquí en 1540 guiados por tribus hopis. Cómo lo verían los navajos, los paiute, los havasupai que llegaron antes que ellos, los indios pueblo que se asentaron en las orillas del río y almacenaron grano en las cuevas excavadas en las paredes. O los que vinieron varios miles de años antes, herederos de los que habían sobrevivido a los fríos de las rutas asiáticas, y se dedicaron a la caza de enormes criaturas que después desaparecieron, y que dormían refugiados en tiendas hechas con palos de madera. Cuántas lunas como ésta verían, en este mismo silencio; la misma luna y el mismo silencio que ya estaban ahí millones de años antes, cuando el río había comenzado su lenta tarea de socavar la piedra, pero aún no existían unos ojos pequeños y penetrantes capaces de ver el paisaje, unas palabras capaces de contarlo.

Grand Canyon photos, National Geographic

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