viernes, 26 de febrero de 2016

Sedona, sobre la delgada línea de la realidad

Abrimos los ojos y frente a nosotros está Bell Rock. Está amaneciendo y la mole de piedra anaranjada parece fosforescer con los primeros rayos oblicuos. Estamos en Oak Creek, a las afueras de Sedona, llegando desde el sur. Hace un frío helador pero ya hay algunos caminantes tempraneros por los senderos que conducen a la roca. Bell Rock es una de las muchas formaciones de arenisca que han resistido a la erosión de millones de años en los alrededores de Sedona, como en casi todo el estado de Arizona, en la larga cuenca del río Colorado. Es una bella mole roja con forma de campana, rodeada de pinos y cactus y enebros que contrastan con la aridez rocosa de sus paredes, rodeada de más cerros rojos, del valle verde del Bosque Nacional Coconino.


         Pero la gente no viene a Bell Rock o a Sedona sólo por la áspera belleza del paisaje. El área de Sedona es conocida por sus campos electromagnéticos, y las visitas tienen por lo general una finalidad eminentemente espiritual. Este territorio recóndito estuvo habitado sucesivamente por tribus sinaguas, yavapais y apaches. Los nativos lo consideraban un lugar sagrado, una puerta a otras dimensiones de la realidad. Existen cuatro puntos principales de los que irradia la energía, cuatro vórtices adonde sube desde la superficie de la tierra algo que no es exactamente magnetismo, pero que es capaz de sentirse al contacto con la energía propia de los seres vivos. Los enebros, que suelen tener sus troncos y ramas retorcidas, presentan formas atormentadas de espiral cuanto más cerca se encuentran de los vórtices de energía.

         En los alrededores de Sedona hay centros de meditación variados, clínicas espirituales, pequeñas iglesias de todas las confesiones posibles. Muy cerca de Bell Rock construyeron en los años 50 una capilla católica de crudo cemento que está incrustada en medio de un cerro rojo y es sobre todo un monumento al mal gusto. Por aquellos años llegó a Sedona el pintor surrealista alemán Max Ernst. Había huido de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, se había casado en los Estados Unidos por tercera vez, había vuelto a Francia al acabar la guerra, y en los 50 llegó nuevamente a los Estados Unidos con su cuarta esposa, la pintora y escritora Dorothea Tanning. En un viaje en coche de Nueva York a California, la pareja de artistas cruzó por Sedona, y Max Ernst identificó en las formaciones de arenisca algunos de los paisajes que había soñado e incluso pintado previamente, que le habían inspirado imágenes sobre la destrucción de las ciudades europeas durante la guerra. Decidieron quedarse a vivir en el mágico enclave de Sedona.


         Después llegaron decenas de artistas new age, escritores, pintores, visionarios, músicos, sanadores, que se establecieron en el pueblo o pasaron largas temporadas de crecimiento espiritual. También desde los años 50 Sedona se convirtió en un lugar predilecto para las producciones cinematográficas. Se rodaron en este entorno más de sesenta westerns, y durante dos décadas pasearon por aquí todas las estrellas de Hollywood. Algunas de ellas tienen estatuas de bronce en la avenida principal del pueblo, entre cafés elegantes con barras largas de madera y sillas altas al estilo del viejo Oeste y casetas de agencias que ofrecen desde excursiones en jeeps rosas hasta paseos en helicóptero.

         Las coloridas cafeterías ofrecen un caro pero necesario complemento al alimento espiritual que uno ha recibido en Cathedral Rock o Bell Rock. El ambiente del pueblo es muy tranquilo, y casi desde cualquier punto pueden observarse las caprichosas formaciones rojizas. Otro de los cuatro vórtices de energía está en el aeropuerto. El aeropuerto es una breve explanada en lo alto de un cerro con unas vistas panorámicas espectaculares: contra un fondo monumental de piedras rojas, el trazado de las calles de Sedona queda difuminado por la abundancia de árboles entre las casas, como si no se hubiera apenas modificado la naturaleza boscosa del valle. Le damos la vuelta completa al cerro en más de una hora, quizá dos. En ciertos lugares hay gente haciendo yoga, estirando los brazos contra la luz limpia del paisaje de película. Los que caminan por los senderos rojos, entre enebros torcidos y cactus, son por lo general de una edad avanzada, y cuando preguntamos por el final, algunos nos dicen que hacen el recorrido casi cada día.

         Yo no sé si la energía de la tierra se siente como un calambre de electricidad o como un lento flujo de frecuencias magnéticas. Ni siquiera sé si siento algo extraordinario cuando miro el paisaje fascinante desde arriba del cerro, desde el centro del vórtice que irradia energía, aquí del lado masculino, allí del femenino, allá del equilibrio. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, pienso por un momento, mientras veo que empiezo a almacenar piedras rojas en el coche para repartir poco a poco las buenas vibraciones a aquel lado del mundo y a éste. Total, no cuesta nada, como no le cuesta nada al creyente creer en dimensiones ajenas, en mundos paralelos o en vidas anteriores.


         Hacia el norte de Sedona el bosque Coconino se convierte en un denso pinar con carreteras en cuesta y con muchas curvas, caminos paralelos a un río de aguas abundantes, hotelitos y lugares de acampada familiar, lagos de montaña y, por primera vez en mucho tiempo, evidencias de nieve en los recodos umbríos. Al pasar Flagstaff los bosques de pinos tienen ya un manto blanco que hace más profundo el silencio del campo. En la radio del coche sólo se sintonizan emisoras con música country. En una hora habremos llegado al vértigo prodigioso del Gran Cañón del Colorado.


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