La carretera es recta y estrecha y avanza paralela al océano
Pacífico. En medio del paisaje de arenas calcinadas nos saca de la monotonía un
camión que se nos cruza de frente, circulando muy deprisa. Justo al
enfrentarnos se le desprende un trozo de madera que viene a impactar contra el
cristal sin más efecto que un ruido violento y seco, y se lleva volando el
limpiaparabrisas hacia algún lugar olvidado del desierto. En el siguiente retén
saludamos a los soldados con familiaridad, nos registran someramente mientras
les hablamos del susto del impacto, uno se acerca con una hoja pegada a una
tablilla y, en vez de solicitar la documentación, me pide que le escriba mi
nombre en una celdilla, bajo el de diez o doce conductores que pasaron durante
el día.
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Pasamos por algún
cruce con cuatro casas y un cartel escrito a mano, apoyado en el suelo contra
una señal, con la solución a uno de los principales problemas que uno pueda
afrontar en el desierto: Gasolina. Las señales viales marcan nombres que
parecen estaciones religiosas de una procesión para niños: El Salvador,
Rosarito, Santa Rosaliíta. A la hora de la sobremesa nos paramos a comer en una
casa solitaria junto a la carretera, que se anuncia con terneza desde un kilómetro
antes: San Ignacito, Café de grano.
Enfrente hay algunos árboles
polvorientos y palmeras, y a la pared le dan color las pinturas de marcas
comerciales. Hay un cartel antiguo en el que se cuentan las penalidades que
sufrieron los hombres que hicieron esta carretera hace un siglo. Frente a una
valla de madera como de entrada a un fuerte del Oeste, un cartel en el suelo
desafía con colores chillones a la gramática: Restaurant San Ignacito,
Bienvenidos a tu casa. En la puerta cristalera un letrero medio caído anuncia
con letras grandes: Open. El restaurante es efectivamente una casa: hay un
portal techado, con algunas mesas de madera y hules con mapas, donde se atiende
a los improbables clientes, y el resto de la construcción es la propia casa del
dueño. Las ventanas de la casa están abiertas, y entre las cortinas color crema
y los muebles modestos del salón de estar brilla el fogonazo de la televisión
con una película americana romanticona. Las paredes están atestadas de
fotografías y objetos que forman una extraña miscelánea: un óleo de una mujer
joven que también aparece en las fotos, un tablón con billetes antiguos de
dólares y de pesos mexicanos, vitrinas con caracolas y piedras raras,
fotografías familiares enmarcadas o pegadas con cinta a los cristales,
pegatinas con mensajes políticos.
Salimos del restaurante cuando ya
se ha puesto el sol, y en algún lugar de la carretera vemos una indicación de
que hay unas pinturas rupestres cerca. Cogemos linternas y salimos a explorar.
Las pinturas están en una estrecha cueva que sería un refugio en lo alto de un
cerro, pero parece que se mezclan sin orden trazos centenarios de culturas
indias y otros más modernos de vándalos ocasionales. Lo hermoso es el camino,
un sendero de arena fina marcado por cactus y piedras grises que forman
pequeños montículos, y la silueta imponente de los saguaros, gigantes oscuros
como guardianes de la noche. Sin más luz que la de las estrellas, es una
delicia seguir el dedo que señala la asombrosa nitidez de las constelaciones:
aquí el Can Mayor, allí el Arquero, más allá la Osa Menor.
Despertamos muy cerca de San
Quintín, a pocos kilómetros del mar, en algo muy parecido al jardín del Edén.
El hotel es una enorme extensión de huertos y jardines entre los que se
integran las habitaciones. Un largo pasillo de palmeras muy altas, naranjos a
rebosar de frutas maduras, mandarinos, pomelos, guayabos. Surcos de hortalizas,
caña de azúcar, piñas, cientos de macetas con flores de todos los colores y
formas, una casa de madera que cuelga de un árbol. El desayuno se alarga en una
de las terrazas en medio del vergel: uno no quisiera tener que salir de un
espacio tan amable, uno quisiera quedarse y poder recibir los asuntos del mundo
comiendo mandarinas en uno de estos bancos de madera, bajo la sombra tibia de
las palmeras.
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Son horas de entretenimiento
mexicano, por las que pasan vendedores de objetos improbables. Un hombre lleva
figuras de Cristo cargando una cruz de más de un metro, y en el otro brazo
bolsos escolares de Peppa Pig. Venden cuadros religiosos y pulseras y muñecas y
churros con canela y cobijas gruesas para inviernos de verdad. Algunos
vendedores son graciosos, embaucadores, y entre medias se cruzan locos
inofensivos que recogen basura o reparten periódicos atrasados. Cualquier cosa
que uno necesite, la puede encontrar en la frontera. Es más, no hay ni siquiera
que pedirla en voz alta, basta con desearla: un hombre se planta de repente frente
al coche y nos repone el limpiaparabrisas perdido en medio del desierto. Siempre
que uno entra a los Estados Unidos desde México hay una sensación encontrada de
alivio civilizado y de huida insensata de las maravillas de la realidad.
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