domingo, 6 de agosto de 2017

En el Camino: 28ª etapa: Valença-Veigadaña (Mos)

Tardamos casi más en salir de Portugal que en completar una etapa. Siento una nostalgia anticipada del país que dejo, del país que ha acogido mis caminatas y pensamientos durante un mes. Quiero y no quiero dejar Portugal. Sé que dejar el país significa volver a paisajes urbanos y emocionales más cercanos, y abandonar otros que ya había adoptado de grado. Cuanto más avance hacia el norte, más me alejaré de mi casa, pero en cierto modo cruzar a Galicia es volver al sitio de donde uno salió. Otra vez tengo el orgullo de mostrar a extranjeros mi país, como si yo lo conociera, y tener el pequeño disfrute de reconocerlo en las actitudes corrientes de la gente, en los usos urbanos, en los giros del habla. Y dejar Portugal es dejar un espacio humano por el que ahora siento tanta gratitud que no podré dejar de llevarlo siempre dentro de mi mochila. Y no de la que cuelga de la espalda, donde llevo el escudo y los colores verde y rojo, sino de la mochila que carga más ligera el corazón. Ahora el portugués ya no es sólo la lengua de Pessoa, de Saramago, de Eça de Queirós, de la melancolía larga del fado: también es ahora la lengua de mis pies.

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Para salir de Valença hay que cruzar una fortaleza de piedra muy aparatosa, que no es medieval sino del siglo XVIII, con arcos de entrada y salida, escudos, rampas, pasajes, garitas, puentes, muros inexpugnables. La realidad hoy es menos épica y más amable que hace unos siglos: Portugal y España son la misma cosa y los muros de piedra sólo sirven para asomarse y ver las casas gallegas, los bosques altos del otro lado, las aguas inmensas del río Miño, que aquí todavía es Minho. Cuando enfilamos para la frontera nos empiezan a seguir dos perros, tranquilos, mansos, que no ladran, pero que me recuerdan que ellos han sido otro de los hitos de mi camino. Después de la fortaleza hay aún algunas casas, una vía del ferrocarril, una señal azul con estrellas amarillas y el nombre de PORTUGAL en medio ante la que me cuesta contener las lágrimas. Y después un largo puente metálico, un cielo azul con nubes panzudas, luz verde en los montes de los dos lados, aguas grises que corren ligeras y se van hacia un mar que no veo. Dos kayaks cruzan el río bajo mis pies, cada uno remando en un país distinto. Hay también una línea fronteriza imaginaria coloreada en medio del puente, con el dibujo de un pie a cada lado de la frontera. Tardamos mucho en cruzar esa línea, en sabernos al otro lado. Cuando llegamos a la misma señal azul con estrellas amarillas con el nombre de ESPAÑA, no siento más emoción que aquella que me liga a lo que dejo atrás.

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Tui tiene una catedral con dos torres bajas, un alto arco apuntado en la fachada, la majestuosidad de la piedra mojada. Y la solemnidad de los retablos de madera por dentro, en una penumbra recorrida por peregrinos que ahora son turistas. Las calles y fachadas de piedra, los tejados ocres, la vista del río bajo el cielo cada vez más nublado. Lo primero es parar a tomar un desayuno definitivamente español para asegurarnos de que estamos al otro lado: ahora es café con leche y tostada de tomate con aceite.

Y después siguen bosques verdes de pinos y robles iguales a los del otro lado del río. Y una estatua en granito con el hueco que ocuparía un peregrino, junto a un puente medieval. Y después de los agradables senderos boscosos, vemos en la distancia las laderas de granito abiertas, grandes canteras sobre la ciudad de O Porriño. Atravesamos polígonos industriales, grises avenidas con fábricas, talleres y almacenes. Y en las afueras de O Porriño comemos un menú español que ya no es tan barato como los del otro lado, con una sopa que ahora es más caldosa, un cordero que está más hecho, un vino en el que no encuentro diferencia.

Otro nuevo problema que encontraremos a partir de ahora es la falta de alojamientos, la saturación de peregrinos que ocupan todos los albergues. Después de horas bajo el sol, ni siquiera podemos llegar a Mos, pues ya nos avisan con antelación de que todo está lleno. Encontramos un albergue familiar en medio de nada, entre la ciudad y los bosques que cruza el ferrocarril. Bajo el último sol de la tarde, brindamos con Estrella Galicia 1906, que ha aparecido por fortuna al atravesar la frontera, hablando de lo divino y lo humano todavía en portugués. Porque aunque el cuerpo haya cruzado la frontera, la cabeza y la lengua seguirán mucho tiempo de aquel lado. Não sei como poderia devolver a este país todo o que fez por mim, todo o que deu-me. A palavra obrigado fica curta. O meu amigo peregrino português ensinou-me um ditado que é um bom resumo da minha viagem portuguesa: Tudo vale a pena, se a alma não é pequena...





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