martes, 16 de abril de 2019

Camino Lebaniego 3: Serdio-Cicera (37km)


Amanece en Serdio. Una de las peores cosas que puede pasar en un albergue es que haya varios individuos que ronquen. Y que esos individuos estén cerca de la cama de uno. He pasado la noche en blanco, como casi todos los peregrinos de la sala. Unos se desesperaban más, otros menos, otros caían vencidos de agotamiento, otros escuchábamos la radio. Poco después de las siete de la mañana, todos los peregrinos se dispersan.


Está amaneciendo por detrás de las cercas de piedra seca. En el primer cruce de caminos aparece la bifurcación: Camino a Santiago hacia el oeste, Camino a Liébana hacia el bosque interior. Por fin camino, por fin piso la tierra, después de dos días de asfalto. Bajo una cuesta larga entre bosques hasta dar en Muñorrodero. Casas de piedra terrosa con porches abiertos. En la carretera, junto a una cafetería cerrada, un pequeño autobús recoge a unos adolescentes. El autobús se detiene, retrocede, el autobusero se baja y me advierte de que no debo esperar, que esta cafetería la suelen abrir muy tarde. En la marquesina de la parada hay fijado un cartel con mapas que explican en varios idiomas las distintas variantes del asturiano, y acaba resumiendo: "Cántabru: Una lingua d'iyer, de hui, de mañá y del juturu".


Junto a un puente de madera se inicia una hermosa senda fluvial, que recorre muchos kilómetros y curvas del río Nansa. En algunos tramos es necesario caminar por pasarelas de madera muy nuevas y cuidadas. El paseo es agradable, duro a ratos. En esta soledad, los sentidos se ajustan a los estímulos más potentes que pueden existir: el olor a humedad selvática, el rumor de las aguas ligeras. Hay un punto de ejercicio místico en esta tarea inútil de caminar por los montes y caminos. "Converso con el hombre que siempre va conmigo, / quien habla solo espera hablar a Dios un día". También de Antonio Machado, a través de Juan de Mairena, hemos aprendido que la educación física es precisamente esto: no la repetición de ejercicios mecánicos o competitivos, sino el gusto por salir al campo incluso una mañana de invierno, por el mero placer de caminar y ejercitarnos el cuerpo y el alma.

Estoy siguiendo las flechas rojas, pero no siempre está claro para dónde tirar. En un cruce confuso me desvío de la senda fluvial y empiezo a subir por caminos rurales. Tres perros vienen bajando cuesta hacia mí. Detrás de ellos viene un señor en tractor con una cuba de agua. Me da indicaciones y los perros lo siguen. Antes de llegar al cruce de la carretera, otros dos perros me salen al paso ladrando. Como me da tanto miedo, lo único que hago es escudarme en la mochila y seguir adelante sin hacerles caso. Llego al pueblecito de Camijanes, donde hay dos bares cerrados, una fuente de agua sin garantías sanitarias y un mirador hacia el valle y las montañas. Cuesta abajo, llego de nuevo al cauce del río y cruzo un puente a la altura de Cades.

Subo por una carretera apenas transitada. El paisaje es hermoso: prados llenos de flores amarillas, peñas muy altas y grises recortándose contra el fondo azul del cielo. Todavía sin beber agua, llego a una venta con varias casas de piedra, aperos de labranza al aire, vacas estabuladas, gatos que duermen sobre la carretera. Pregunto a un señor mayor que descansa apoyado en el pretil de la carretera. Le pregunto por una fuente. Sólo cuando me responde caigo en la cuenta de que es ciego: "¿Pa dónde vas?". Me dice que de camino a Sobrelapeña hay una fuente, pero jamás la encuentro. Sin previo aviso, enormes nubes se cuelan rápidas entre las peñas y empieza a chispear.

Cuando arrecia la lluvia estoy ya en el cruce a unos cientos de metros de Quintanilla, donde me refugio y repongo fuerzas con un caldero de garbanzos con chorizo y cabrito al horno. Deja de llover y atravieso Sobrelapeña, cuatro casas con establos y vacas y una iglesia en lo alto de un cerro. Sigo ascendiendo, llego a Lafuente. Un cartel junto a una iglesia románica promete que existe un albergue, pero ha empezado a llover y soy incapaz de verlo. Sigo ascendiendo, atravieso otra aldea de casas de piedra y vacas, Burió, y después una larguísima senda empinada junto a prados cercados con vacas y caballos.

Deja de llover, comienzo a bajar por caminos embarrados. Mirando hacia arriba, sobre el perfil de la montaña, justo debajo de las nubes, la sombra perfecta de un caballo. Al fin los tejados ocres de Cicera. Al entrar al pueblo me atacan tres perros, y no tengo otra forma de espantarlos que gritándoles. Un señor muy mayor y enjuto con una boina viene a llevárselos, y me lleva a mí al albergue. Queda una plaza libre. Un rato después se desata el diluvio.

Por la noche nos arracimamos junto a la chimenea en el único bar del pueblo, que está en la antigua escuela. El dueño ha caminado ocho veces a Santiago con su perra lanuda. Hay una pareja de mexicanos que viven en Los Ángeles vendiendo comida que elaboran ellos mismos. Tamales, chilaquiles, cochinita pibil, elote: de repente me vuelve todo un mundo tan propio y ya tan lejano. Hay también un muchacho costarricense que es algo así como un ordenado seglar, y que ha peregrinado a todos los lugares santos de la Cristiandad. También una maestra toledana que ha tomado la determinación de no volver a trabajar en septiembre e iniciar en algún lugar de Asia una vuelta al mundo. Su amiga tiene la historia más triste: hace tres años visitó con su marido Santo Toribio de Liébana y hasta tocaron el lignum crucis, se prometieron volver peregrinando el año siguiente, pero quince días después el marido murió de forma repentina, y sólo dos años más tarde ella ha podido reunir las fuerzas para cumplir la promesa de llegar caminando a Santo Toribio. La antigua escuela de Cicera es un lugar agradable, cálido, hogareño. Afuera en las calles no hay apenas luz, sólo ranas saltando y caracoles que crujen bajo nuestros pies. Estamos en mitad del monte, en mitad de la noche, en mitad del silencio. A veces uno no puede evitar sentirse en las fronteras de la irrealidad.

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