domingo, 14 de abril de 2019

Camino Lebaniego. Etapa 1: Santander-Santillana del Mar (40 km)

Mi sombra es demasiado alargada aún a la salida de la ciudad. Una ancha avenida con gente madrugadora, un hospital, un polígono industrial y por fin el campo verde, casas junto a la carretera y una iglesia en lo alto de una peña en Peñacastillo, vueltas en torno a las vías del tren hasta dar con pedanías convertidas en urbanizaciones muy nuevas a un paso de la capital, siempre con el fondo de los picos aún nevados de la sierra.

Hay un extraño silencio en el ambiente. La gente no grita, por momentos sólo se escucha el cencerro lejano de las vacas, el paso lento de los coches. En una de las pedanías recién urbanizadas, Mompía, paro a tomar un café y un sobao. En la cafetería, bien de mañana, suena música caribeña muy bailonga. Leo un periódico cántabro bastante voluminoso y bastante conservador. Decenas de páginas centrales están dedicadas a fotografías de un evento social de Santander que no acabo de entender. Hay muchísimas esquelas. No puedo entender nada de lo que leo: demasiado local, demasiado vacío. Antes de irme me han taladrado el oído unos cuantos leísmos punzantes. "Quédatele". Qué lejos mi propio idioma. Es una distancia temporal, más que geogrageog: me parecería que estoy hablando con Lope de Vega, o peor aún, con Per Abbat, el escribidor del Cantar de mio Cid.

Pasado Boo de Piélagos hay un desvío largo y redondo por un paseo verde muy agradable siguiendo el curso de un río. Todo es verde y esplendoroso. Las vacas y los caballos pacen en pequeñas parcelas acotadas. Dos hombres discuten con maneras suaves con un joven que ha cortado el agua a las vacas antes de lo debido. Las indicaciones de Puente Viejo llevan a un puente medieval de piedra sobre el río Arce. Un paisano se ofrece a hacerme una foto y, tras varios intentos fallidos y dejar caer mi móvil al suelo, a unos centímetros del vacío, consigue retratarme. Faltan flechas e indicaciones, pero desde Oruña el Camino vuelve seguir el rumbo del oeste.

Después de atravesar prados y montes verdes, mundos solitarios de vacas tranquilas, y tras creerme perdido, llego a un pueblo de interior que se llama Mar. Es un bar de trato familiar, de clientela local y frecuente. Un matrimonio que no hace mucho fue joven bebe cervezas y mira  atentamente un programa de preguntas rápidas en la televisión. El volumen es demasiado alto y los comentarios demasiado chabacanos, pero los clientes que miran la televisión están entusiasmados, y hasta participan con más comentarios. Encuentro prensa nacional atrasada y me reencuentro con algunas firmas sabias. Leo un delicioso artículo de Vargas Llosa sobre la traducción de Fray Luis de León del Cantar de los Cantares. Un joven le pide el mando a la dueña del bar y pone reguetón a un volumen muy alto. Me encomiendo a Fray Luis y huyo hacia el silencio de los montes verdes.

Vacas, chalés cuidados, tractores que están cosechando alfalfa. Acercándome a Santillana del Mar, quemado por un sol que no esperaba, voy mirando las ondulaciones verdes de la izquierda y pienso que hace 50.000 años probablemente la orografía de estas montañas no sería muy distinta de la que ahora veo: en vez de vacas, correrían por aquí manadas de bisontes, y unas mentes inquietas de hombres y mujeres que en algún momento se escondían en cuevas para dibujar entre llamas el prodigio artístico de Altamira.


En Santillana del Mar, calles de piedra atestadas de turistas, un turismo familiar y tranquilo, casi silencioso. Edificios monumentales de piedra, visita a un museo sobre las mascaradas de los vijaneros de Silió. El Parador de Turismo lleva el nombre de Gil Blas, el personaje de una novela picaresca francesa del siglo XVIII. En el albergue hay pocos peregrinos, españoles y alemanes, que empiezan a acostarse antes de que la última luz se vaya.

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