lunes, 15 de abril de 2019

Camino Lebaniego. Etapa 2: Santillana del Mar-Serdio (42 km)

Antes de que se haga de día, el albergue ha quedado vacío. Santillana es más hermoso sin gente, sin más luz que la de las farolas, sin más rumor que el del agua de las fuentes. Anoche, bebiendo una botella de sidra, un alemán de edad y rostro quijotescos me contó que lleva ocho años haciendo todos los caminos posibles: empezó por caminar desde su ciudad, en el centro de Alemania, hasta Santiago, y ya no ha podido parar. Me hablaba, en un español pedregoso, del Camino Primitivo, del Camino Olvidado: "Quiero hacerlos todos". Amanece detrás de mí mientras camino solo por carreteras sin apenas tráfico. En una aldea encuentro dos bares cerrados. En uno de ellos, un extraño letrero reza: "Todos los potajes se elaboran en olla ferroviaria". De vez en cuando, a mano derecha se ve el azul lejano del mar, más allá de los acantilados. A la izquierda, más allá de las vacas tranquilas, las montañas nevadas.


Llego a Cóbreces. Un tractor que tira de un remolque con balas de paja se incorpora a la carretera. Junto a la fachada con columnas de una casa abandonada, pastan varios carneros de lana lacia. Hay una iglesia roja de dos torres, de apariencia modernista, junto a un monasterio reformado. La única cafetería del pueblo es una tienda de abarrotes con una máquina que sirve cafés a un euro. Yo vengo en mangas de camisa, y lo mismo dos peregrinos franceses que conversan en la terraza, pero el tendero me dice que tiene que tanto frío que no se puede quitar la cazadora. En la puerta hay una pizarra con un letrero en letras rosas que suple todas las demás carencias: "Have a nice Sunday" ¡Feliz domingo! A menudo las grandes empresas nacen de oportunidades pequeñas (Demóstenes)".


Un kilómetro más abajo está la playa. Al final de la calle, entre bloques de acantilados, el mar Cantábrico entra tímido pero constante en una ancha playa de arena cobriza. A los lados, enormes piedras pulidas cubiertas de musgo. El agua está helada. Un señor mayor pasea sus dos perros por la anchura de la playa. Una pareja conversa en un punto muy alejado del agua. Hay un gran aparcamiento y dos bares cerrados, esperando mejor momento en otra estación. Una larga cuesta permite disfrutar de la ensenada entre la bruma. Sobre el acantilado, otra vez a un lado el agua y al otro los prados sobre los que tintinean los cencerros de vacas y caballos.


Al entrar en Comillas, el arco de piedra de una finca tiene sus puertas abiertas al mar. El Camino sigue hacia el interior del pueblo, la iglesia de fachada sucia, las plazas que empiezan a llenarse de turistas, El Capricho de Gaudí bajo un dosel de nubes bajas que hacen surcos, un largo paseo hasta la ría de La Rabia. Hasta San Vicente de la Barquera, un largo sube y baja por la carretera próxima a los acantilados: un campo de golf, un cámping junto a la playa lleno de domingueros, vacas y más vacas en las laderas, surferos dentro y fuera del agua, matrimonios maduros paseando por la arena. Cruzo el puente sobre la bahía y paso de largo por San Vicente.


Un agricultor me indica cómo llegar a un lugar donde comer antes de acabar la etapa. A partir de aquí no habrá ciudades, ni siquiera bares o cafeterías en las aldeas. Después de muchas vueltas y cuestas, llego a un cruce donde se adivinan las mágicas palabras: Restaurante El Parador. Llevo muchas horas sin comer ni beber, sólo caminando. Considero que si llevo doce euros en el bolsillo soy bastante rico, así que vengan el marmitako de atún, el rabo de toro, el tinto regulero que con gaseosa entra. La parroquia es local. Entran saludando, incluso al forastero: unos salieron ayer en bici por estos cerros, otros están limpiando el pajar y vienen a hacer un descanso, otros cuentan por turnos chistes de vascos. Imposible escuchar un "le" o un "la" que estén en su sitio.

En estado de euforia sigo caminando y llego a La Estrada y a Serdio. En las antiguas escuelas está el albergue. Un hermoso rostro femenino ocupa toda la pared visible. Hay muchos peregrinos extranjeros y descalzos que están preparando pasta. Me reciben con abrazos. Bajo con ellos y los acompaño mientras comen. Unos alemanes discuten con un italiano, y finalmente un canadiense muy mayor y muy simpático queda contando algo de cuando estuvo de soldado en Alemania y Checoslovaquia durante la guerra fría. El pueblo no tiene más que un bar, una iglesia cuya torre sirve de límite a la pista de baloncesto. La hospitalera me advierte de que lleve dinero en efectivo: "A partir de aquí, y hasta Potes, sólo pueblucos". En Serdio se separan el Camino que lleva a Santiago de Compostela y el Camino Lebaniego. Dejo el mar, avanzo hacia el interior.

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