jueves, 4 de junio de 2015

Luz de Vermeer


En medio de los apuros del final de curso, con las maletas revueltas por el suelo ante la inminencia de la vuelta, me permito un mínimo capricho de fin de semana para dar una vuelta por la zona de museos de San Diego. Este raro final de curso tan temprano sucede de forma acelerada, y uno necesita tiempo para ir diciendo adiós a las cosas igual que a las personas.

         La ventaja de que los museos de San Diego sean tan pequeños y estén todos dentro de un mismo complejo arquitectónico es que se pueden visitar varios el mismo día, como quien aprovecha la tarde para hacer dos visitas a amigos que viven uno junto a otro. El Prado es un conjunto de edificios que imitan la arquitectura colonial española, con frescas galerías, fuentes y jardines con altas palmeras, en medio del gigantesco Parque de Balboa. En medio de la anchura de la plaza central, frente al Art Museum y el final de algunas galerías con restaurantes, hay una estatua del Cid Campeador.

         Voy buscando el Reuben H. Fleet Science Museum, al final de la avenida. Como el curso ha acabado en muchas escuelas y hace un día de sol templado, los paseos están llenos de familias con niños pequeños. Algunos están jugando con los chorros de agua dentro de la fuente redonda, al otro lado de la carretera surge entre el verdor la explosión de colores del Rose Garden. Todos se quedan mirando al nutrido grupo de marines en pantalón corto que cruzan corriendo y dándose gritos de ánimo. El museo es una gran atracción para las inquietudes de los niños, y está a rebosar de familias. En una exposición pequeña se explican atracciones de circo, en otras fundamentos de conducción de la electricidad, generación de corrientes de aire y tornados, efectos ópticos en espejos, y todo se puede tocar y experimentar y hay un gran jaleo de niños que juegan y aprenden.

         Al lado, en la Casa de Balboa, el San Diego Model Railroad ofrece una singular exposición de trenes en miniatura, que además es la más grande del mundo. Salas y salas que reproducen a una escala diminuta valles y montañas del Oeste americano, con puentes por donde las vías del tren salvan desfiladeros, estaciones antiguas en ciudades legendarias de la frontera, por las que pululan coches y operarios.

         Me detengo un rato en el San Diego Natural History Museum. En el segundo piso la exposición ‘Coast to Cactus in Southern California’ ofrece un didáctico recorrido por la fauna y flora de estos desiertos y montañas. Como tantas cosas en esta frontera, la exposición ofrece cada pequeña explicación en los dos idiomas. Coyote, ocolote, rata canguro, ardilla voladora, mapache, siguen siendo sin embargo nombres tan exóticos como sugerentes.

         En la parte de atrás del Timken Museum of Art hay un largo estanque en el que nadan con pereza familias de patos entre nenúfares. Las familias humanas pasean alrededor, se hacen fotos, y un hombre con barba blanca sentado en el suelo toca con la guitarra una melodía lenta. En la exigua colección del museo hay un Cristo de Murillo, obras menores de Brueghel el Viejo, Rubens, Van Dyck, Rembrandt.
Pero la atracción es la obra prestada de otro pintor holandés, Johannes Vermeer. Muchacha de azul leyendo una carta, que ha llegado desde el Rijksmuseum de Ámsterdam, es un cuadro mucho más pequeño de lo que uno espera. Solitario en medio de una pared muy larga, en una sala recogida donde hay además un plano de Delft y unos dibujos de tulipanes, el cuadro condensa en muy poco espacio una gran fuerza poética. Una muchacha con guardainfante azul, de pie bajo un foco de luz que entra de la calle, lee muy seria una carta que sostiene entre las manos. Hay un mapa detrás, unas sillas, un libro sobre la mesa. La muchacha mira con mucha atención el papel que tiene agarrado con fuerza.

Yo me imagino a esta mujer, que parece embarazada, recibiendo en su casa burguesa de Delft una noticia que después de leída tres veces aún no se atreve a creer. El gesto de la boca es serio, y las manos parece que se contraen con más fuerza cuando uno imagina lo que lee, unas palabras formales que le avanzan lo que ha sospechado, que rompen un silencio largo, con nombres de lugares donde nunca ha estado y de divisiones militares que no comprende. Mientras repasa otra vez el papel bajo esa luz de primavera, parece que sienta la turbulencia interior de una patada.

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