La noche de San Juan meto los pies en las aguas del
Atlántico y siento un violento escalofrío, intenso y fugaz como un presagio. El
día siguiente me entrego a una tarea metódica y ligera: recorrer con la
bicicleta la punta de la nariz de la península de Lisboa hasta el océano
abierto.
Paço do Arcos,
Oeiras, Carcavelos, Parede, Avencas: la sonoridad de los nombres se corresponde
con la belleza de las playas, algunas grandes extensiones de arena llenas de
adolescentes jugando, otras pequeñas calas abiertas entre abruptos acantilados.
Hacia el norte, São Pedro do Estoril, São João do Estoril, una carretera en
leve cuesta sobre los acantilados y un paseo marítimo limpio y concurrido,
familias en la tarde serena de playa, lectores entre las rocas, niños
lanzándose al agua con acrobacias desde los espigones, viejas fortalezas
mirando al mar casi abierto. Cascais tiene todo eso y un poco más: una ciudad
de vacaciones tranquila, paseos de baldosas limpias y puestos de recuerdos,
muchos restaurantes, un puerto deportivo pequeño, turistas casi silenciosos,
mucha calma.
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Al día
siguiente recorro a pie algunas de esas playas. Liberados de sus obligaciones
escolares, decenas de jóvenes llenan las playas y juegan con palas o balones de
fútbol. El agua es más cálida que la del océano Pacífico, pero también, como
allí, hay muchos surferos buscando la buena ola. Hay viento, pero mucho más
suave. Me recuesto a la sombra de una roca a leer y al rato pienso que parece
mentira, pero la playa está llena de gente y apenas oigo ruido. Hay una extraña
serenidad en el ambiente, no hay músicas desagradables, la gente no grita, uno
no quisiera salir de este refugio plácido hasta que el libro se acabe.
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