domingo, 28 de junio de 2015

Más allá de Lisboa

La noche de San Juan meto los pies en las aguas del Atlántico y siento un violento escalofrío, intenso y fugaz como un presagio. El día siguiente me entrego a una tarea metódica y ligera: recorrer con la bicicleta la punta de la nariz de la península de Lisboa hasta el océano abierto.



         Paço do Arcos, Oeiras, Carcavelos, Parede, Avencas: la sonoridad de los nombres se corresponde con la belleza de las playas, algunas grandes extensiones de arena llenas de adolescentes jugando, otras pequeñas calas abiertas entre abruptos acantilados. Hacia el norte, São Pedro do Estoril, São João do Estoril, una carretera en leve cuesta sobre los acantilados y un paseo marítimo limpio y concurrido, familias en la tarde serena de playa, lectores entre las rocas, niños lanzándose al agua con acrobacias desde los espigones, viejas fortalezas mirando al mar casi abierto. Cascais tiene todo eso y un poco más: una ciudad de vacaciones tranquila, paseos de baldosas limpias y puestos de recuerdos, muchos restaurantes, un puerto deportivo pequeño, turistas casi silenciosos, mucha calma.

         Más allá de Cascais la carretera vira a la derecha, siguiendo las formas caprichosas de la costa, que forma una nariz frente al océano. El Tajo ya se ha convertido en el Atlántico, y a lo largo de la carretera alta se suceden las pequeñas urbanizaciones, las quintas viejas con entradas señoriales y las quintas remozadas que ahora son lujosos hoteles, un campo de golf, más fortalezas medio en ruinas. También algunos restaurantes con terrazas frente a la anchura inmensa del mar, y miradores en los puntos más altos, y muchos deportistas tranquilos. Ciclistas, corredores, caminantes, casi todos de una cierta edad, a lo largo de una carretera bien acondicionada donde sólo se oye el viento y el lejano oleaje del mar que golpea muy abajo.

         Me vuelvo antes de alcanzar la playa de Guincho, habiendo divisado un faro anterior al Cabo da Roca, que no está mucho más allá, y es el punto más occidental de Europa. Algunos coches esperan el atardecer en los caminos abiertos entre las rocas, bajo la carretera. Al otro lado, anchos prados y bosques de arbustos en las montañas que se alejan hacia el interior. Algunas figuras saltan entre esas rocas contra las que choca violento el océano. El sol baja entre nubes brumosas, yéndose en línea recta hacia América, pero aún habrá más de una hora de buena luz para tomar el camino de vuelta.

         Al día siguiente recorro a pie algunas de esas playas. Liberados de sus obligaciones escolares, decenas de jóvenes llenan las playas y juegan con palas o balones de fútbol. El agua es más cálida que la del océano Pacífico, pero también, como allí, hay muchos surferos buscando la buena ola. Hay viento, pero mucho más suave. Me recuesto a la sombra de una roca a leer y al rato pienso que parece mentira, pero la playa está llena de gente y apenas oigo ruido. Hay una extraña serenidad en el ambiente, no hay músicas desagradables, la gente no grita, uno no quisiera salir de este refugio plácido hasta que el libro se acabe.

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