miércoles, 1 de julio de 2015

Por los senderos de nuestra Guadalajara

Algunos alumnos mexicanos se sorprenden demasiado cuando les cuento que en España también hay una Guadalajara, un León, una Mérida. La forma de aprender la Historia en los Estados Unidos de América tampoco ayuda muchas veces a entender el porqué.

El caso es que nuestra Guadalajara quedó mucho más pequeña que la mexicana, mucho más insignificante, como escondida. A un paso de Madrid, casi neutralizada por esa proximidad física e histórica, a la provincia de Guadalajara le ocurre como a tantas regiones castellanas o extremeñas: apenas nadie les presta atención incluso dentro de España. Por sus tesoros arquitectónicos y paisajísticos cae siempre sobre ella, como sobre otros territorios del centro peninsular, el tópico ya cansino de que son las grandes desconocidas.

Los viajes de Cela o José Luis Sampedro contribuyeron a idealizar la Arcadia del mundo rural alcarreño, pero sobre todo a conocer la realidad de que ese mundo desaparecía sin remedio. Viniendo de un entorno muy rural y agrario, pero activo, siempre siento una punzada de melancólica aflicción cuando visito lugares verdaderamente rurales y apartados dentro de España, lugares donde se respira tranquilidad pero de donde nunca se fue el fantasma de la despoblación.

La capital de Guadalajara es una ciudad pequeña, cómoda y extendida en mucho espacio, en la que raramente se ven edificios altos, con la misma hechura entre provinciana y apacible de otras capitales castellanas. Bajando por la calle Mayor unos tubos delgados sueltan agua pulverizada que se lleva el viento ligero y muy caliente, y hay un silencio inquietante casi a cualquier hora. El Palacio del Infantado, ahora cerrado, tiene pinta de fortaleza expuesta al sol. Hace más calor que nunca, pero me sigue pareciendo extraño ver a tan poca gente por la calle, tan poca gente en los bares, como en un barrio de ciudad grande al comienzo de unas vacaciones antiguas.


El norte de la provincia de Guadalajara tiene una pequeña joya histórica y arquitectónica. Sigüenza es un hervidero en los últimos días de este junio abrasador, es una larga plaza vacía al pie de la catedral, una cuesta silenciosa con fachadas terrosas, con demasiadas casas en proceso de abandono, con demasiados carteles de Se vende, hasta el oasis fresco del castillo, del patio empedrado y el modesto lujo del Parador de Turismo.

De vuelta a La Alcarria por carreteras secundarias, es fácil seguir las huellas de las huestes del Cid Campeador en los nombres de los pueblos: La Cabrera, Aragosa, Castejón, Matillas. Desde los muros del castillo de Jadraque se abarca una distancia enorme: donde hoy se ven majadas de vacas y modestos regadíos a lo largo del río Henares debieron pasar durante tantos siglos pequeños escuadrones de ejércitos cristianos que unas veces serían un esperado alivio y otras veces una pavorosa amenaza. Muy cerca de aquí, hacia Atienza, está el Robledo de Corpes, donde la tradición oral y literaria situó la horrenda afrenta a las hijas del Cid.

Un poco más al sur, ya muy cerca de la capital, otra modesta conexión literaria para acabar la tarde. Hita, donde hay un exiguo museo dedicado al Arcipreste, es un pueblo también muy pequeño cuyas calles trepan una ladera y se exponen hacia una llanura parda y hoy inofensiva, por la que no cruzan más que ejércitos de ovejas. La iglesia de San Pedro, destruida durante la guerra civil, es hoy un espacio vacío entre calles estrechas en el que se ven arcos de piedra y lápidas fantasmales junto a lo que alguna vez fue un altar. En una pared, una placa recuerda a un pintor y dos eclesiásticos del pueblo que pasaron a América hace siglos. En un rincón de la ancha plaza, en la terraza del único bar abierto, tres mujeres y un hombre de edad avanzada juegan al tute, mientras otros dos o tres hombres miran en silencio y escuchan el repaso exhaustivo de las jugadas, y otro se levanta y avanza hacia el arco de la vieja muralla muy lentamente, apoyado en su garrota. Es tan reconocible y a la vez tan lejana la lengua que hablan, con sus inflexiones castellanas, sus leísmos tan ajenos a nuestro oído, sus eses tan severas, que estando tan cerca no puedo evitar la tentación de sentirme desplazado en el tiempo.

Porque hay lugares de la España interior donde el tiempo transcurre a un ritmo más sereno, y las voces de entonces, las de los libros y las que andan por ahí vagando, se reúnen para quien quiera escucharlas.

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