En el extremo norte de la provincia de Guadalajara, en los límites con las de Soria y Segovia, se encuentra el bosque de hayas más meridional de Europa. En días que han superado los 41º C (106º F) en el centro de la Península, no hay mejor refugio que un bosque continental, una reliquia del clima de hace milenios que ha resistido en estas alturas de Castilla. El entorno del Parque Nacional del Hayedo de Tejera Negra es hermoso y austero, pueblos pequeños con envejecidos edificios por los que atraviesa la carretera, que después sube serpenteante entre montes hasta más de 1500 metros, atravesando espesos pinares y valles aún verdes donde las vacas pacen bajo una luz intensa.
A unos pocos kilómetros, primero por carretera estrecha y después por camino de tierra, está el Hayedo. Antes de llegar se ve el largo lecho de cantos negros del río Lillas, que lleva una corriente segura a estas alturas del año. El itinerario para el improbable visitante o turista de julio discurre primero junto al río, por lo que se llama la Senda de las Carretas, en recuerdo del camino por el que bajaban del monte las carretas cargadas de carbón vegetal. Hay un bosque de altos y afilados pinos, que dejan paso a robles y rebollos conforme se asciende, para mezclarse después con las hayas, de troncos blancos y musgosos y de hojas de un verde muy intenso a estas alturas del año. Junto al río, bajo las sombras espesas y frescas del hayedo, hay una carbonera, una construcción de maderas apiladas como formando una choza, para que el caminante se haga una idea de cómo se trabajó aquí durante siglos para obtener el carbón.
Las guías indican que en el interior del hayedo puede haber una diferencia de diez grados con respecto al exterior. Cuando se sale de nuevo al sol, en las alturas de un monte que es mirador hacia el valle y hacia los picos más altos de la sierra de Ayllón, parece que uno emergiera de las profundidades de una cueva. En el descenso, por una senda interior y oscura de sombra, cruzo el cauce pedregoso de un arroyo seco y me encuentro a pocos metros con un corzo muy joven, que primero se detiene asustado y, al oír el chasquido rápido de la cámara, desaparece saltando monte abajo entre los árboles. Poco a poco las hayas ceden terreno de nuevo a los robles, a algunos tejos, a la unanimidad vertical de los pinos.
En el camino de vuelta, pasados Cantalojas y Galve de Sorbe, siguiendo esa querencia natural por las carreteras secundarias, me interno en una pista estrecha y montañosa que recorre los primeros pueblos de la arquitectura negra. Los pueblos negros son así llamados porque se utiliza la piedra en sus construcciones, especialmente la pizarra, que conforma todos los tejados de las casas. Umbralejo, el primero, quedó despoblado hace décadas, y es hoy un silencioso refugio, muy bien acondicionado, para campamentos veraniegos. Zarzuela de Galve es un enclave de tres calles en lo alto del monte, con algunas huertas en cercados de piedra y un verdor inextinguible de árboles frutales enormes: cerezos, manzanos, granados, perales, recios y rebosantes de frutos. Un aviso municipal está publicado en la pequeña plaza: un folio sostenido por una piedra sobre el alféizar de una ventana. Dos abuelas acompañan a dos nietas hasta la fuente de la que mana agua sin interrupción. Es el único sonido que se escucha, el rumor continuo del agua que sale de la fuente y rebosa y baja hacia las huertas.
Valverde de los Arroyos es un pueblo más grande, con algunas calles más, muy cuidado y limpio, también con casas de paredes y tejados de piedra, con una pequeña iglesia, con matrimonios ancianos sentados en los balcones o en los poyetes de la calle, al fresco de la tarde. Hay grúas en varias obras, muchos anuncios de casas rurales, parras cuyas hojas ocupan fachadas enteras, hortensias y geranios que colorean todo el pueblo, huertos con tomateras aún verdes y frutales frondosos. Una mujer mayor vestida de luto y con el pelo cano riega con una regadera un trozo de su huerto. En una placita, una inscripción sobre una fuente recuerda que fue sufragada por un vecino del pueblo que residía en la Argentina en los 60. En lo alto del pueblo, un prado verde con porterías de fútbol que se alarga hasta un fondo de montañas muy altas recuerda a una postal de paisaje suizo. Caminando hacia las montañas se llegaría a Majaelrayo, al interior de esta comarca fresca y húmeda y hermosa de pizarras negras.
Bien vale otra visita más espaciosa, más andariega, al modo de Cela en los 40, con bastón y gorra y alforja breve y cuaderno de notas. Pensar ahora en volver a La Mancha es como prepararse para una travesía sahariana.
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