viernes, 10 de julio de 2015

Almagro, La Mancha en verano

Estos días de pleno verano, con un calor tan intenso que descoloca los horarios y los hábitos más cotidianos, despiertan una sensación contradictoria sobre la que uno se acomoda y de la que a la vez quiere escapar. Vivir bajo temperaturas de 42º C (108º F) esquivando los rigores del bochorno y la dictadura del aire acondicionado, es posible. En la costa californiana, donde jamás se llega ni de lejos a esas temperaturas, he visto encender el aire acondicionado hasta en diciembre y enero, respondiendo a esa obsesión insana, tan americana, por sobreadaptar el clima por encima del nivel de confort. Aquí en La Mancha, siempre que uno no tenga que trabajar al aire durante el día, el calor se puede sortear de maneras más sanas. A pesar de nuestro afán continuo de destrucción del patrimonio y la admiración por los modelos arquitectónicos foráneos, en nuestros pequeños pueblos es aún fácil recurrir al frescor de un patio o un ancho sótano, a la brisa de un portal umbroso, al verdor y el agua junto a una casa de campo.

         Estos días empezó el Tour de Francia, y el bochorno de la siesta refuerza la sensación de lejanía en el tiempo. Miro los acantilados y playas de la Normandía, los paisajes de maíces y de trigos aún verdes cuyas carreteras atraviesa tan rápido el pelotón de ciclistas, y lo asocio sin querer con el otro verdor más oscuro, el de lejanos melonares de otros julios desde los que escuchábamos por la radio el final de etapa. El calor trae el silencio de los otros durante la siesta, que también entonces aprovechaba para sentarme en cualquier rincón fresco a leer sin ser molestado. El aire lento y calentujo de la siesta no se extingue hasta que se va la luz, más allá de las diez de la noche. Alguna tarde se forman grandes polvaredas, calima que entorpece mirar hacia la sierra, o una quietud densa sobre la que se oye el canto monótono de la chicharra, y supongo que todo esto no es más que el territorio de la infancia llamándolo a uno.

         Una noche, ya a tan pocos días de volver a América, regreso por unas horas al lugar de La Mancha del que más orgulloso debe sentirse un manchego, el lugar que nadie que cruce por aquí debería perderse. Almagro no es sólo el pueblo más hermoso de La Mancha, sino el que estuvo más en el centro de la Historia, y el que conserva en su aspecto y en su vida cultural esa Historia viva. Las fachadas encaladas, las rejas negras, el suelo empredrado, dan a las calles del pueblo un aspecto particular: así debieron de ser nuestros pueblos durante siglos, así ha aparecido en numerosas películas, como Volver, de Pedro Almodóvar. La Plaza Mayor de Almagro, un vasto rectángulo a cuyos lados se disponen soportales de columnas de piedra, que sostienen viviendas con ventanales verdes, es una joya del pasado y del presente. Almagro fue la capital de la Orden de Calatrava, casa de banqueros alemanes, en tiempos de Carlos V, que gestionaron el mercurio de Almadén con el que se procesaba todo el oro y la plata de América, fue sede universitaria, fue el lugar donde nació el conquistador del imperio inca Diego de Almagro.

         Desde hace 38 años, se celebra durante el mes de julio el Festival Internacional de Teatro Clásico. El escenario más pintoresco es el Corral de Comedias, en la misma plaza, pero la realidad es que cada noche hay varias actuaciones al mismo tiempo, en distintos escenarios, antiguos y modernos. Entre las decenas de actuaciones del más alto nivel, el plato fuerte son las dos obras representadas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El Hospital de San Juan es el espacio escénico más amplio, con 700 localidades, que siempre están llenas. Este año, la CNTC ha rescatado un texto de Calderón de la Barca, Enrique VIII o la cisma de Inglaterra, sobre el repudio del rey inglés a Catalina de Aragón para poder casarse con Ana Bolena, en la versión sesgada de nuestro católico dramaturgo. Actores como Sergio-Peris Mencheta, Joaquín Notario o Pepa Pedroche engrandecen una producción bien montada y desarrollada.

       
  En la noche sofocante, varios cientos de abanicos suplen con moderada agitación la falta de aire. Los murciélagos sobrevuelan pacíficamente el escenario, en el que ocurre la magia del teatro como ocurrió hace cuatro siglos, casi en el mismo lugar, con los mismos versos. Una gran jarra de cerveza fría en la terraza de un bar de la plaza, junto a la puerta del Corral de Comedias, en conversación con amigos, es más un premio para el alma que un alivio para el cuerpo.

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