Los viajes tan largos dan más pereza que miedo o
incertidumbre. Uno sube al tren en Manzanares una mañana de sábado y no sabe
bien a qué horas ni en qué día aterrizará en América. Las últimas imágenes de
España son del gentío bullicioso en el aeropuerto, el recuerdo más inmediato es
el persistente calor sahariano de las últimas semanas, en medio de un relajo de
verano en familia.
Llego a
Cancún, en el estado mexicano de Quintana Roo, en la península del Yucatán,
después de un vuelo plácido de diez horas. En el avión, cosa predecible, muchos
niños, muchas parejas en viaje de novios. Al salir del aeropuerto me encuentro
de lleno con el verdor y los olores del trópico, con el sopor húmedo del
atardecer en el Caribe, esa humedad densa y cálida que siempre me devuelve a
mis primeros días en Trinidad, donde descubrí la vida tropical.
Como el mundo
es ancho pero también es un pañuelo, embarcando en el segundo avión me
encuentro con un compañero y amigo de San Diego y con su familia, que vuelven a
casa después de unos días de descanso en las playas del Caribe mexicano.
Durante muchas horas, entre el sueño y el viaje y los cambios horarios en cada
escala, uno vive en un limbo temporal, del que sólo saldrá cuando gire la llave
de casa. Atravesamos México entero, hasta el último confín del norte y el
oeste, Tijuana, más allá de los desiertos y valles arrugados que pasan por la
ventanilla.
A veces un
golpe de suerte se sobrepone a la planificación, y como suelen sucederme estas
casualidades felices, llego a la frontera en coche con la familia de mi amigo.
Como soy extranjero debo ponerme en la línea regular para cruzar a pie. El sol
temprano pega muy fuerte, pero aquí es domingo y hay mucha menos gente de lo
habitual. En poco más de media hora estoy frente al puesto de seguridad. El
agente mira con detenimiento y cierto recelo mis papeles. Después de un rato me
pregunta por la proximidad de la fecha de expiración de mi visado. Se fía de lo
que le digo, sobre todo porque le digo la verdad, y con un gesto de
indiferencia y prisa me deja pasar.
Ya sólo falta un control, después
de todos los que pasó mi maleta de mano, uno en España y tres en México, para
que las bolsas con lonchas de jamón cerradas al vacío entren en los Estados
Unidos. Para alguien como yo, que se precia de no infringir jamás las leyes,
hacer esto es más una temeridad que un desafío. Uno puede vivir muchos meses
sin probar el jamón serrano, pero sabiendo que no se le hace mal a nadie
burlando estos controles internacionales, por qué aventurarse a vivir sin
jamón. Mientras la maleta avanza por la cinta del último control, dos agentes
conversan y el tercero mira inexplicablemente el techo durante muchos segundos,
todos los que tarda en llegar a mis manos. Feliz y aliviado, piso de nuevo el
suelo de los Estados Unidos de América.
Nunca llueve al sur de
California. De hecho, en todo el año pasado no llovió más de cinco o seis días.
Pero me dicen que ayer cayó una tormenta violenta durante horas, y por la tarde
el cielo se nubla y vuelve a llover. Es raro ver este paisaje urbano ya
familiar bajo un cielo blanco. Camino bajo un paraguas y con las zapatillas
caladas por las calles de Chula Vista, hacia la bahía, que es ya mi paisaje
cotidiano, pero cuesta reconocerlo así, mojado y grisáceo. El aire sigue siendo cálido, la gente
en pantalón corto se muestra torpe por las aceras, como veraneantes
sorprendidos por una tormenta no anunciada. El calor y la humedad intensos, la
lluvia caliente chocando contra la piel, me traen, por segunda vez en un margen
corto de horas, la memoria sensorial de mis tardes de otoño en el Caribe.
Al tercer día el sol relumbra de
nuevo, y para quedarse. Viniendo de pasar lo que ha pasado por España, el
tiempo en el sur de California parece aún más benévolo: calor suave, templado
por la brisa siempre fresca que viene del océano. Una tarde arrastro mis sandalias
hasta la marina y el parque de la bahía. Desde la arena de esta playa estrecha
y de oleaje perezoso, el perfil de los edificios de San Diego semeja una ciudad
de ensueño al fondo de un camino inseguro, bajo unas nubes que la cerrarán para
esconderla.
Para alguien de secano, remojar los pies en un
paseo tranquilo por la orilla es siempre un regalo inesperado. En este rincón,
el Pacífico realmente lo es. Familias y deportistas cruzan por el parque, a mis
espaldas, pero el lento oleaje apaga sus ruidos. El sol no quema, la brisa
refresca y conforta. Sentado en una roca negra, los pies desnudos en la arena, me
sumerjo en las últimas páginas de la última novela de Muñoz Molina, que van de
Europa a América como ha venido el libro y como he venido yo. Esto es empezar a
volver, más que volver a empezar.
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