Empezar el curso escolar en pleno mes de julio es otra de
las cosas que ayudan a mantener una continua sensación de irrealidad. Nada es
lo que parece. Es verano, parece verano, hace sol y hay muchas horas de luz,
pero es un verano fresco, ligero, muy distinto al verano candente y soporífero
que dejé hace sólo unos días en España. El largo viaje que lo transporta a uno
hasta un lugar de los más remotos de la Tierra es otro factor que descoloca,
que lo pone a uno en un tiempo que parece medirse por otros parámetros. Como
casi todo en Estados Unidos, pesos, distancias, volúmenes, temperatura,
expresados en onzas, millas, grados Fahrenheit a los que uno nunca termina de habituarse,
también el tiempo parece medirse estos días con una medida distinta: estricta y
formal como todo lo que ocurre en América, también relajada y amplia, sin
noción de principio ni fin, como casi todo lo que nos ocurre a los españoles en
América.
El viaje hacia
el Oeste es más llevadero porque el cuerpo se hace al horario casi
inmediatamente. De vuelta a Europa es cuando sufre uno esa especie de
convalecencia torpe que se prolonga a veces días y días, y que lo incapacita
para hacer vida normal porque sigue dentro de sus esquemas horarios y mentales
americanos, y el sueño y el hambre reclaman a deshoras, dotándolo a uno de una
singularidad que a los demás puede hacérseles enfadosa, la singularidad del
enfermo sin una enfermedad clara.
Pero al llegar
acá no se sufre eso. Se sufre o se siente la amplitud del tiempo, la extensión abultada
de los horarios laborales, los madrugones que convierten los días en una
sucesión de actividades que no cesan, la sensación todavía rara de comer antes
de las doce del día y sentir tres horas después que ha habido un corte en el
tiempo, un lapso desaparecido, pues ya ni es hora de comer ni hora del café
sino media tarde, aunque aún queda la tarde entera por delante.
Otra cosa que
siempre me hace sentir esa sensación de vivir fuera del tiempo, por más que la
haya vivido tantas veces, es la cercanía del mar. Siempre que he vivido en
lugares con playa me sigue pareciendo mentira que esté ahí, presente y sensual,
a unos minutos en bicicleta o caminando, a una distancia fácil en coche. En San
Diego hay playas abiertas al océano Pacífico, de oleaje impetuoso y aguas muy
frías, y otras más tranquilas y recogidas, a lo largo de la enorme bahía, bordeadas
casi siempre de jardines y prados de césped con árboles gigantes.
Además las playas son anchas y
apacibles, con la cantidad justa de veraneantes al sol liviano de julio, los
surferos que vuelven tercamente en busca de su ola, un lugar ideal para caminar
por la orilla, que siempre es amplia y dura y fresca. En las playas luminosas
de la isla de Coronado, junto al hotel decimonónico, de un lujo todavía
elegante, uno puede pasar horas, de lectura o conversación o paseo, y olvidarse
sin culpa del día de la semana o del mes del año.
El tiempo además está
distorsionado por todas las libertades horarias de este país. En Estados Unidos
nunca cierran las tiendas y supermercados, por lo que la mañana de domingo es
como nuestros sábados, un día de compras como otro, de familias en chanclas
recorriendo con carritos pasillos helados de refrigeración artificial, de los
que es un alivio insuperable escapar y llegar al fresco saludable de la calle,
sol y brisa reparadora.
Poco a poco uno se va haciendo a
lo que ve. Un europeo, mediterráneo en sus costumbres y agreste a pesar de
todo, al que todo llama la atención y para el que todo es siempre novedoso y atrayente.
La noche del sábado viajamos en el tiempo haciendo algo que no sólo nunca había
hecho, sino que tampoco imaginaba que siguiera existiendo fuera de las
películas americanas juveniles de hace décadas: ir a un cine de verano en un
drive-in, un autocine.
Está atardeciendo, con fondo de
palmeras y pinos tras los que se intuye el océano abierto de California, porque se
siente y se huele en la brisa tranquila que se cuela por las ventanillas del
coche. Muchas familias salen de los vehículos y colocan sillas plegables.
Grupos de niños llenan los maleteros abiertos de furgonetas pickup, merendando
o cenando, tomando refrescos. Podría ser 1970, pero faltaban entonces muchos
años para que yo naciera. Se hace oscuro y se ilumina la pantalla con la magia
del cine, sintonizamos el sonido a través de la emisora de radio, apuramos la
pizza aún caliente y deslizamos entre los asientos furtivamente una cerveza de
trigo, evitando hacer ruido al destaparla. Más que ver una película, uno tiene
en este país tantas veces la sensación de estar viviéndola. Recuesto el
asiento, siento la brisa del mar, me dejo llevar por la irrealidad del tiempo,
dentro y fuera de la pantalla.
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