domingo, 26 de julio de 2015

Tiempo de cine al sur de California

Empezar el curso escolar en pleno mes de julio es otra de las cosas que ayudan a mantener una continua sensación de irrealidad. Nada es lo que parece. Es verano, parece verano, hace sol y hay muchas horas de luz, pero es un verano fresco, ligero, muy distinto al verano candente y soporífero que dejé hace sólo unos días en España. El largo viaje que lo transporta a uno hasta un lugar de los más remotos de la Tierra es otro factor que descoloca, que lo pone a uno en un tiempo que parece medirse por otros parámetros. Como casi todo en Estados Unidos, pesos, distancias, volúmenes, temperatura, expresados en onzas, millas, grados Fahrenheit a los que uno nunca termina de habituarse, también el tiempo parece medirse estos días con una medida distinta: estricta y formal como todo lo que ocurre en América, también relajada y amplia, sin noción de principio ni fin, como casi todo lo que nos ocurre a los españoles en América.

         El viaje hacia el Oeste es más llevadero porque el cuerpo se hace al horario casi inmediatamente. De vuelta a Europa es cuando sufre uno esa especie de convalecencia torpe que se prolonga a veces días y días, y que lo incapacita para hacer vida normal porque sigue dentro de sus esquemas horarios y mentales americanos, y el sueño y el hambre reclaman a deshoras, dotándolo a uno de una singularidad que a los demás puede hacérseles enfadosa, la singularidad del enfermo sin una enfermedad clara.

         Pero al llegar acá no se sufre eso. Se sufre o se siente la amplitud del tiempo, la extensión abultada de los horarios laborales, los madrugones que convierten los días en una sucesión de actividades que no cesan, la sensación todavía rara de comer antes de las doce del día y sentir tres horas después que ha habido un corte en el tiempo, un lapso desaparecido, pues ya ni es hora de comer ni hora del café sino media tarde, aunque aún queda la tarde entera por delante.

         Otra cosa que siempre me hace sentir esa sensación de vivir fuera del tiempo, por más que la haya vivido tantas veces, es la cercanía del mar. Siempre que he vivido en lugares con playa me sigue pareciendo mentira que esté ahí, presente y sensual, a unos minutos en bicicleta o caminando, a una distancia fácil en coche. En San Diego hay playas abiertas al océano Pacífico, de oleaje impetuoso y aguas muy frías, y otras más tranquilas y recogidas, a lo largo de la enorme bahía, bordeadas casi siempre de jardines y prados de césped con árboles gigantes.

Además las playas son anchas y apacibles, con la cantidad justa de veraneantes al sol liviano de julio, los surferos que vuelven tercamente en busca de su ola, un lugar ideal para caminar por la orilla, que siempre es amplia y dura y fresca. En las playas luminosas de la isla de Coronado, junto al hotel decimonónico, de un lujo todavía elegante, uno puede pasar horas, de lectura o conversación o paseo, y olvidarse sin culpa del día de la semana o del mes del año.

El tiempo además está distorsionado por todas las libertades horarias de este país. En Estados Unidos nunca cierran las tiendas y supermercados, por lo que la mañana de domingo es como nuestros sábados, un día de compras como otro, de familias en chanclas recorriendo con carritos pasillos helados de refrigeración artificial, de los que es un alivio insuperable escapar y llegar al fresco saludable de la calle, sol y brisa reparadora.

Poco a poco uno se va haciendo a lo que ve. Un europeo, mediterráneo en sus costumbres y agreste a pesar de todo, al que todo llama la atención y para el que todo es siempre novedoso y atrayente. La noche del sábado viajamos en el tiempo haciendo algo que no sólo nunca había hecho, sino que tampoco imaginaba que siguiera existiendo fuera de las películas americanas juveniles de hace décadas: ir a un cine de verano en un drive-in, un autocine.


Está atardeciendo, con fondo de palmeras y pinos tras los que se intuye el océano abierto de California, porque se siente y se huele en la brisa tranquila que se cuela por las ventanillas del coche. Muchas familias salen de los vehículos y colocan sillas plegables. Grupos de niños llenan los maleteros abiertos de furgonetas pickup, merendando o cenando, tomando refrescos. Podría ser 1970, pero faltaban entonces muchos años para que yo naciera. Se hace oscuro y se ilumina la pantalla con la magia del cine, sintonizamos el sonido a través de la emisora de radio, apuramos la pizza aún caliente y deslizamos entre los asientos furtivamente una cerveza de trigo, evitando hacer ruido al destaparla. Más que ver una película, uno tiene en este país tantas veces la sensación de estar viviéndola. Recuesto el asiento, siento la brisa del mar, me dejo llevar por la irrealidad del tiempo, dentro y fuera de la pantalla.

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