miércoles, 10 de junio de 2015

Up in the air

En qué poco tiempo van cambiando tantas cosas. Es un tópico aburrido decir hoy que hemos organizado nuestra vida en torno al teléfono móvil. Llamadas a cualquier lugar del mundo, acceso ilimitado a Internet, en realidad se trata de la mejor agenda imaginable, y la más cómoda oficina móvil, incluso para quienes no necesitan oficina o no necesitan que se mueva. Utilizamos el móvil tantas horas al día que nos enfrentamos a problemas nuevos: hay que cargar la batería continuamente. Cuando uno está fuera de casa, cuando uno anda por una ciudad extranjera, surge este problema para el que existen varias soluciones rápidas, pero uno no cae en las cosas hasta que no las necesita.

                Hace unas semanas, a las puertas de un museo en San Francisco, se me apagó el móvil. Estuve varias horas sin saber qué había pasado en las elecciones en España, si bien lo previsible del resultado y las muestras del museo mitigaron mi primera inquietud. Pero empecé a darle vueltas al asunto, y a pensar que acabaríamos necesitando puestos de carga como antes necesitábamos cabinas de teléfono en las aceras. Caminaba un día o dos después por una de las largas y rectas avenidas del centro, al tiempo que probablemente hablaba con alguien en España o enviaba fotos. La batería se descargó y el móvil se apagó de nuevo. La sensación, en estos casos en que no es demasiado urgente la comunicación, es más de recibir un espacio de alivio que puede durar varias horas. Pero la casualidad me llevó a desayunar a un Starbuck’s donde descubrí que aquello que había pensado estaba en realidad ya inventado.

                Muchas de las cafeterías Starbuck’s en Estados Unidos son lugares muy amplios, cómodos, con grandes mesas o sofás. A lo largo de una mesa de madera maciza encontré varios puntos de carga de móviles. Ni siquiera era necesario conectar un cable a la corriente eléctrica. De una tablita vertical colgaban cargadores con entradas para todo tipo de teléfonos. Al otro extremo, una especie de anillo que simplemente hay que posar sobre una superficie que emite la energía de carga. Soluciones rápidas y eficientes para necesidades nuevas y casi urgentes.

                Después he visto cosas parecidas, puestos con cables para cargar los móviles, como los que ya hay desde hace tiempo en algunos aeropuertos, también en centros comerciales de Los Ángeles o San Francisco. En los aeropuertos extranjeros, además, nos hemos acostumbrado en muy pocos años a que haya una red de wifi en condiciones. Lo que por un lado nos resta parte de esos tiempos muertos que dedicábamos simplemente a leer o a recorrer la sucesión de tiendas de las terminales, a hojear periódicos y revistas en lenguas que no entendemos, a mirar deportes en pantallas de restaurantes, pero por otro lado nos conforta al saber que no se rompe el hilo de la comunicación continua aun cuando estemos lejos.

                Pero lo que más sorprendido me ha dejado últimamente es lo que he vivido hoy, lo que estoy viviendo mientras escribo. Regreso a Europa después de casi un año, hago una escala en Estocolmo en la que me da tiempo a repetir mis viejos hábito de aeropuerto y los nuevos de individuo en comunicación sin descanso, y me subo al último avión que me lleva a España. Y al subir al avión nos anuncian que en breves minutos se pondrá en funcionamiento el servicio de wifi, ¡dentro del avión!



                Ignoro el tiempo que esta tecnología está funcionando. Recuerdo haber leído hace tiempo en el periódico que se estaba estudiando. Pero a mí no ha dejado de sorprenderme. La conexión funciona, uno puede enviar en directo a la familia fotografías del cielo de Suecia, de las costas noruegas, y el hilo de comunicación constante sin el que quizás ya no sabríamos vivir parece más irrompible que nunca. ¿Nos estamos pasando? ¿Era necesario? ¿Por qué no utilizarlo si me lo ofrecen? Lo cierto es que he podido colgar esta entrada en el blog antes de divisar, después de tantos meses, las pardas llanuras que rodean Madrid.

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