miércoles, 24 de junio de 2015

Nova viagem a Lisboa

Las primeras veces en Lisboa estaba la sorpresa, el aire decadente, las ilusiones literarias, el contacto con el otro más cercano. En las últimas, por encima de todo eso, está el puro gusto de reconocer las calles empinadas, las piedras beige componiendo el inmenso puzle de las aceras, el ruido de los tranvías, el acento melancólico de nuestras mismas palabras, los colores en las paredes en las caras de esta ciudad tan ibérica y tan oceánica.

         Siempre he llegado por carretera, por la misma carretera serpenteante entre montes y encinas que deja atrás La Mancha pero todavía se alarga muchos kilómetros por bosques de la provincia de Ciudad Real hasta llegar a la recta que atraviesa Extremadura. Las primeras veces que se sobrepasa, el Guadiana es un río sin agua, un lecho ancho de limo y cañas. Después va creciendo, hasta ser un poderoso río verde a la altura de Mérida. Uno atraviesa ya estas fronteras europeas con un aire de cansada monotonía: sin barreras, sin distinciones en el paisaje, lo único que varía es el reloj sobre la autovía indicando que se debe cambiar la hora. Bem-vindo e boa viagem.

         Paramos en Évora un rato para reconocer las palabras alegres de una amiga y el sabor fuerte del café que nos prepara, el primer café breve y denso que me tomo en mucho tiempo. Asiduo consumidor de ese inocente sucedáneo que es el café preparado en los Estados Unidos, saboreo la intensidad del café portugués como un verdadero obsequio de bienvenida.

         Atravesando el puente 25 de abril soy consciente por primera vez de lo mucho que se parece al Golden Gate Bridge de San Francisco, y ya empiezo a reconocer áreas de la ciudad a la derecha, entre las rejas rojas que pasan veloces.

         Mis pasos vuelven una vez más al Mosteiro dos Jerónimos, donde voy directo a saludar las tumbas de Luís de Camões y Vasco da Gama. Hay un aire de turismo tranquilo y saludable en esta zona apartada de la ciudad, de grandes jardines con fuentes altas. Alrededor de la Torre de Belém, a lo largo de la orilla de ese río que es un mar, pasean locales y turistas, jóvenes y viejos, bicicletas y grupos de atletas de tarde. Hay muchos españoles, parejas, grupos de amigas, familias con niños muy pequeños.

         Al día siguiente me lanzo a reconocer lugares ya casi familiares, con la pequeña mochila, un libro ligero y todo el día por delante. En las dársenas de Santos (as docas, docks) hay muchos bares y restaurantes vacíos, despertándose del jolgorio de la noche anterior. Donde acaba la línea del comboio empieza el trajín de bicicletas y caminantes. Terrazas abiertas al Tajo con los primeros turistas, pescadores pacientes sobre el malecón, gente que lee o que mira el lento discurrir del agua. También en las escaleras que se abren al río al final de la Praça do Comerço: turistas, por lo general muy jóvenes, pueblan los escalones musgosos en la tranquilidad del mediodía, arropados por la música lenta de los músicos callejeros.

         En la pequeña plaza frente a las ruinas de la Igreja do Carmo, a pesar de los bares y el tráfico de turistas con cámara, hay siempre un silencio extraño, una tranquilidad como de espacio en la sombra. La gente sube y baja con orden y mucha calma del elevador de Santa Justa, y con la misma calma se ve discurrir la multitud diminuta desde arriba. En Chiado, como siempre, gente que espera frente a A Brasileira para hacerse la foto junto a Fernando Pessõa, y muchos jóvenes en torno a la fuente de la Praça Camões, frente a la que cruzan sin parar, hacia arriba, los viejos tranvías amarillos.


         Hay en estas calles de Chiado o de Bairro Alto una multitud que no cesa de andar y de fotografiar, movimiento continuo de tranvías o coches o motos, voces casuales en inglés, en portugués, en español, y sin embargo una sensación de calma, de discurrir lento de la vida y sus cosas, de serena civilización. Creo que eso es lo que uno viene a reconocer a Lisboa.

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