lunes, 17 de agosto de 2015

El vino que mejor sabe

Dice Cervantes que no hay libro tan malo como para no sacar algo bueno de él. De los vinos se puede decir algo parecido. Hay libros odiosos, abominables, escritos con mala conciencia o estilo trampeado, pero es cierto que incluso de ellos pueden extraerse lecciones sobre cómo no hacer las cosas, sobre cómo no afrontar la literatura y la vida. Y con el vino pasa igual: hasta los más detestables pueden llevar en su esencia una producción esmerada, que se echó a perder por algún accidente, o deparar un recuerdo agradable por el momento en que se compartió.

         Lo primero que noté en California, hace casi un año, es que los vinos apenas saben. Son vinos ligeros, incluso los tintos, con poco cuerpo, con poco regusto, como vinos de zonas demasiado húmedas. Una de mis primeras experiencias californianas fue una excursión al norte, a la bahía de San Francisco y los valles de Napa, Sonoma y St. Helena, que a pesar de estar más al norte de la ciudad disfrutan de un clima más benévolo. El cine, como en tantos otros asuntos americanos, nos ha creado una imagen magnífica de Napa Valley y sus vinos, finales de road trips memorables, grandes familias de solera europea y vaivenes trágicos, bodegas de estilo francés o italiano y dimensiones inconfundiblemente americanas, escenas urbanas donde el color del vino en la copa es un detalle casi de alta cultura.

Allí me llamó la atención algo: los viñedos eran muy pequeños, las bodegas eran pequeñas, las dimensiones de los propios valles vinícolas eran pequeñas. A diferencia de todo lo que descubre uno en América, los grandiosos, cinematográficos viñedos de California eran pequeñas extensiones con apenas varias decenas de liños de parras. Parras altas y fuertes, eso sí, frondosas aún, cuando apenas habían pasado unos días desde la vendimia.

Existen esas bodegas con entradas fastuosas, largos caminos flanqueados por olivos altos hasta llegar a una casona con jardines ingleses, pero las prensas son pequeñas, y los depósitos de vino, pocos. Espectacular es la bodega de Francis Ford Coppola en Geyserville, una gran hacienda siciliana con un museo de dos pisos lleno de objetos de sus películas. Pulcra y lujosa la de Peter Mondavi, en St. Helena, que se anunciaba como la más antigua en el valle de Napa, desde 1861, y está cerca de su pariente rico, el gigante Robert Mondavi.


Los viñedos del norte de California son hermosos, discurren en suaves lomas onduladas, con fondos de palmeras o de pinos anchos. Y los pueblos en la zona vinícola son elegantes y caros, muy limpios y cuidados, tranquilos a pesar de estar llenos de restaurantes, con imágenes de vides y racimos por doquier. Algo parecido ocurre en La Rioja y otras zonas del norte de España: fama bien ganada, entornos cuidados y hermosos, cultura verdadera del vino, pero también viñedos muy pequeños.

Seguramente porque mis parámetros de lo que es una viña los marcan mis memorias más tempranas, en La Mancha de cepas bajas e interminables, que es todavía el viñedo más grande del mundo, siempre que visito viñas en el extranjero todas me parecen pequeñas. Y del sabor recio de nuestros vinos también me acuerdo cuando pruebo estos caldos californianos tan caros y en general tan insípidos.

Es otra cultura de vino, los blancos aquí ni siquiera tienen marcado el año de producción, son un poco menos alcohólicos, e incluso los chardonnay o riesling son vinos con poca fuerza. En los tintos, lo más fiable, para ir sobre seguro, son los cabernet-sauvignon, que casi siempre están mezclados con proporciones de merlot o shyraz que les dan algo de empaque, ma non troppo. Y qué decir de los precios, tan exagerados desde mi conciencia de consumidor español y manchego, que no considera el vino como objeto cultural sino como necesidad cotidiana y placer obligatorio.


El sábado por la noche, viajando con un amigo español hasta un supermercado pequeño y lejano donde venden carne cortada al estilo argentino, porque otro amigo orgulloso de ser uruguayo nos la prepararía después en las brasas al más puro estilo, me encontré por casualidad con marcas españolas en la sección de vinos. Una etiqueta un poco ridícula, con un torero pintado al óleo y el nombre tan tópico de “Ritmo y olé”, consiguió sin embargo su propósito al llamar mi atención. Era un vino de Tomelloso, de Bodegas Allozo, y nos llevamos más de una botella.

Un rato o unas horas después, alrededor de la hoguera en una playa tranquila de Mission Bay, degustábamos tanto la carne como el vocabulario gaucho: tira de asado, vacío, chorizo criollo. Y también el vino, el sabor otra vez contundente de un tinto de por casa. Música ligera, un cielo despejado y estrellado, voces en español, risas serenas: cuando empezó a refrescar la brisa, y la marea había retrocedido para dejar brillar entre la arena esos misteriosos puntos fosforescentes de plancton azul, ese tempranillo manchego me sabía a gloria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario