Del mismo modo que las noticias y circunstancias españolas
son irrelevantes en la prensa norteamericana, no hay día en que no aparezcan en
las portadas de los periódicos españoles noticias relacionadas con Estados
Unidos. Quizás antes uno no era tan consciente de la cantidad de noticias en la
prensa española que hablan sobre California. Acontecimientos políticos o
económicos en el estado más rico de este país, productos culturales,
referencias cinematográficas con epicentro en Hollywood, novedades tecnológicas
que parten de Silicon Valley, modas gastronómicas o textiles extendidas desde
San Francisco, incendios de proporciones bíblicas; a veces noticias anodinas e
intrascendentes sobre chorradas que ocurren en los atractivos reclamos de las
playas californianas.
Además, cuando
la noticia tiene que ver con españoles en California, es enseguida magnificada.
Somos ignorados aquí, incluso nuestros más famosos cantantes o deportistas o
actores son desconocidos para el público norteamericano. Como todos los que
llegan o pasan por aquí, como todo lo que está fuera del establishment yanqui. Y, ciertamente, es una buena lección de
humildad colectiva.
Y sin embargo estos días me
encontré una noticia que decía mucho más. El
País publicó, en español y en inglés, la crónica que Rosa Jiménez Cano hizo
sobre el concierto de Diego El Cigala
en el Hollywood Bowl de Los Ángeles.
Por supuesto, la prensa local en inglés,
en la megaciudad de Los Ángeles y en todo el sur de California, ignoró el
evento y obvió la noticia. Los periódicos y televisiones latinos reprodujeron escuetamente el comunicado de la agencia EFE o
el propio texto de El País. Lo mismo en
publicaciones mexicanas y sudamericanas. La crónica de Rosa Jiménez Cano es
espléndida porque cuenta con sobriedad un acontecimiento triste y hondo. Diego
Ramón Jiménez Salazar, El Cigala,
actuaba el pasado 19 de agosto en Los Ángeles, en el Hollywood Bowl, un anfiteatro
donde entran 17.000 personas, y por donde han pasado los más grandes cantantes
internacionales. También los más grandes entre nuestros flamencos, desde Carmen
Amaya a Paco de Lucía. El Cigala
compartía escenario con la incombustible banda cubana Buena Vista Social Club.
La madrugada
anterior al concierto El Cigala supo
que su esposa había muerto. Amparo Fernández, con la que compartió 25 años de
matrimonio y con la que tuvo dos hijos, era también su representante, y había
organizado la gira con la que el cantaor está recorriendo Estados Unidos. En
unos meses el cáncer acabó con ella. Pero le había pedido que no dejara de
cantar cuando ella se fuera, que siguiera sobre el escenario a pesar de todo. Cuenta
Rosa Jiménez: «La audiencia ignoraba que 45 minutos antes, el artista llegó al
camerino enfundado en un pijama de corte chino de raso azul oscuro, con la
mirada escondida en unas gafas de sol y arrastrando las babuchas. Con el cuerpo
apoyado en Yelsy Heredi, su contrabajo, repetía “qué barbaridad, qué barbaridad”».
La vida de su mujer se había apagado sólo unas horas antes, en Punta Cana, en
la República Dominicana, donde vivían. Pero el tesón profesional y la promesa
hecha a su mujer mantuvieron al cantaor en el escenario: «Diego pidió colirio
para aliviar los ojos encendidos en sangre y un espray que mitigase la tristeza
agarrada a la nariz».
En el
repertorio con el que gira hay lágrimas negras y tango y romance, como en los títulos de sus discos: boleros, coplas, sones caribeños, cantados con una hondura
flamenca de la buena, de la que desgarra con lo que dice, con esa voz primitiva
y siempre a punto de romperse. «No hubo un atisbo de sensiblería. Solo hubo oro
macizo, como los que adornan sus manos, muñecas y cuello, en la noche más
amarga». De la crónica me quedo con otra frase hermosa: «El Cigala fue un profesional con letras mayúsculas, dejó de lado su
pena para dar sabor a la vida de los demás».
El flamenco
canta la pena y el destino trágico que durante siglos arrastraron los gitanos. De
los cantaores flamencos dice García Lorca: «La raza se vale de ellos para dejar
escapar su dolor y su historia verídica». El
Cigala no dijo nada al público sobre su pena reciente y honda. Cantó con su
aire flamenco esas letras de amores rotos y de ausencias, pergeñadas en el Río
de la Plata o en el Caribe: Inolvidable,
El día que me quieras, Soledad, Está lloviendo ausencia, Corazón
loco. Qué entereza la del hombre que se ha quedado solo en el mundo y ha
sido capaz de cantar su pena, y se levanta cuando la música cesa, con la
conciencia del trabajo bien hecho, respira el aire fresco de la noche
californiana y mira al público para repetir el nombre mágico de la canción con
la que ha terminado: Gracias a la vida.
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