El español en los Estados Unidos, más allá del triunfalismo,
del incremento del número de personas que lo hablan al norte de Río Bravo, de
que el Instituto Cervantes considere que en 2050 será el país con más
hispanohablantes del mundo, por encima de México, es sin embargo una realidad
difícil de calibrar y calificar. No hay uniformidad, no hay medios de
comunicación de calidad, no hay proyección editorial, no hay interés ni
capacidad por parte de España o los países latinoamericanos de hacer un frente
común para aglutinar esfuerzos en torno a las posibilidades que nuestra lengua
ofrece.
No hay muchos proyectos serios de educación bilingüe real. A
lo largo de la frontera mexicana hay cientos de escuelas que se suman a algún
programa de bilingüismo, pero por lo general la consideración de la lengua
española no pasa del cariño por ser un elemento de la cultura familiar, quizá
una verdadera herramienta comunicativa para mucha gente, pero jamás medida en
las mismas categorías que el inglés. España envía maestros y profesores cada
año para integrarse en los niveles de enseñanza preuniversitarios, aunque por
lo general acaban diluidos en las diferentes modalidades del sistema
norteamericano, pues no hay un plan claro que venga desde España, ni tampoco un
plan conjunto con otros países hispanohablantes mucho más cercanos a la cultura
del sur de los Estados Unidos, como México o, en mucha menor escala, Cuba o
Puerto Rico o países de Centroamérica.
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Pero no todo el panorama es desolador. Esta semana me envió
mi instituto a hacer un curso sobre la enseñanza del español en los niveles más
altos de secundaria, en la University of San Diego, que es una preciosidad de
universidad, católica y jesuita, carísima, con un campus pequeño con iglesias y
capillas y un pretendido aire europeo y tradicional. Parte de ese aire antiguo
y señorial se lo dan los nombres españoles de casi todos los edificios y
calles. La universidad está muy cerca de la primera misión española en
California, en la calle Alcalá.
Aparte de la calidad del contenido y de quien impartía el
curso, una profesora de Arizona, con más de treinta años enseñando en
secundaria, hija de un pastor emigrado desde el norte de España, encontré entre
los compañeros el consuelo de que muchas cosas se hacen bien en la enseñanza de
nuestra lengua en los Estados Unidos.
Además de la dedicación y pasión de los mexicanos o hispanos
de este lado de la frontera, me llama la atención la figura del hispanista
estadounidense que no tiene relación familiar con la lengua. Con qué fervor se
entregaron a aprenderla, a disfrutarla, a viajar por España, por México, por
Sudamérica, a enseñar esa lengua y esa cultura de la que se enamoraron como de
un amor de juventud.
Comiendo en una de las terrazas de la universidad, que ocupa
un cerro alto, con vistas amplias al centro de San Diego y a la anchura de la
bahía, al sol ligero y confortante de finales de julio, me ausento un momento
de la mesa y compruebo que los otros tres comensales continúan hablando en
español en mi ausencia. Cuando vuelvo, la conversación no ha cambiado al
inglés. Los escucho hablar con esos acentos gringos tan trabajados, con ese
vocabulario rico de quien ha adquirido cada matiz de la lengua extranjera como
una parte de su propia experiencia, sin errores, con una velocidad de
pensamiento y discurso de la que yo seré siempre incapaz en su lengua. Y me
cuentan tantas cosas de España, del Perú, de Chile, de Argentina, de México, conociendo
el vocabulario y las costumbres de cada lugar, que por un momento siento una
punzada de orgullo de pertenecer a eso que Carlos Fuentes llamó con atinado
criterio “el territorio de La Mancha”.
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