Recuperado el hábito de la conducción diaria, pienso en la
primera vez que conduje en serio por las carreteras de este país, en medio de
la larga y saludable temporada en que andaba siempre en bicicleta. Fue cuando
vino parte de mi familia en primavera, y alquilamos un coche enorme que nos llevó hacia los
páramos interminables entre California, Nevada y Arizona. Camino de Las Vegas,
conducir tenía primero la excitación del road
trip familiar, pero acababa en la monotonía de los desiertos, millas y
millas de tierra yerma y paisajes invariables.
En medio de
aquellas soledades descubríamos el escenario de tanta memoria cinematográfica,
y también el desahogo de las legendarias rutas de Norteamérica. Cruzando
Arizona, camino del Gran Cañón, a la circulación tranquila y los bosques de
pinos se agregaba el aliciente mítico de cruzar junto a las señales que
marcaban la Ruta 66. De vuelta a California, después de atravesar la soledad
más absoluta y desangelada del Valle de la Muerte, volvía un tráfico cada vez
más denso, pero siempre ordenado, encauzado por esas formidables autovías de
incontables carriles que unen las ciudades californianas.
Moverse por
Los Ángeles, como por cualquier megaciudad, es otro cantar. En ciudades tan
extensas, tan interconectadas por autovías y puentes, es difícil imaginarse el
mundo anterior al GPS. Las ciudades americanas han crecido al mismo ritmo que
las invenciones tecnológicas para americanos, pero aun es así es curioso
imaginarse a los coches que circularían por aquí, por Los Ángeles, por San
Francisco, hace sólo diez o quince años. No veo fácil que muchos vehículos
pudieran detenerse, ni en medio de una autovía de ocho carriles ni junto a una
acera por la que no transitaría nadie, para preguntarle a un paisano por dónde
se va a la plaza del pueblo, al aeropuerto o a la piscina municipal. Eso sí, una
cosa buena que siempre han tenido las calles de estas ciudades es la precisa
organización en cuadrículas, y la simple y práctica numeración de las calles:
es más fácil buscar la Tercera o Quinta Avenida, o la calle C, F, J, L, que
cualquier calle dedicada a un poeta excelso o a un político fallecido.
En el fondo,
es tan fácil conducir por aquí, que cualquiera puede hacerlo. De hecho, sacarse
el carné de conducir, la licencia de manejar, es casi una broma. Un examen
teórico para el que no es necesario más que conocer la señalización y alguna
noción general de conducción: se hace de pie en diez minutos, frente a una cabina semiabierta, y hasta se puede
repetir al instante si se fallaron algunas preguntas. Uno puede elegir hacerlo
en inglés o en español, aunque a veces lo segundo puede ser más confuso si no
se tienen claros ciertos matices cuando no se ‘conduce un coche’ sino que se
‘maneja un carro’: ‘girar’ es aquí ‘dar vuelta’, el ‘maletero’ es la ‘cajuela’
y una ‘llanta’ es la propia ‘rueda’, además de que ‘adelantar’ a otros
vehículos es ‘rebasar’, por ejemplo. Quienes hayan tenido problemas para ‘aparcar’,
o ‘estacionar’ o ‘parquear’, no los tendrán cuando en el examen práctico les
digan que lo hagan ‘de reversa’, ‘marcha atrás’, frente a una acera casi vacía,
utilizando una palanca de cambios automática, como son aquí todas.
También es
verdad que hay algunas diferencias fundamentales en las condiciones de la
conducción, además de la anchura de las calles y carreteras y puentes. Con
semáforo en rojo, si no viene nadie por la izquierda, se puede girar a la
derecha después hacer una ligera parada en la línea. En los 80 se empezó a
conocer esta práctica como California
stop, pero ahora es común y permitida en todos sitios. Y en muchos cruces
de calles no hay semáforos, sino cuatro señales de STOP: todo el mundo se
detiene un momento, y sale quien primero llegó. Así de simple, y todo el mundo
lo cumple, del mismo modo que todo el mundo circula a velocidad moderada y se
detiene mucho antes de alcanzar el paso de cebra si hay algún peatón con
intención de cruzar la calzada.
Si algo bueno
he descubierto en las calles y carreteras de Estados Unidos es que puede existir
orden, no hay ninguna prisa y cada cual puede respetar el espacio de los demás
sin sentirse agraviado. Un amigo mexicano lo definió el otro día con una
palabra más exacta: a pesar de todo, me decía, en los Estados Unidos uno
encuentra que hay espacio para la armonía. En muchos ámbitos uno percibe esa
armonía, que a veces no es otra cosa que consecuencia de la frialdad. Pero al
volante es tan patente, y tan agradecido, que en poco tiempo uno acaba siendo, sin remedio, por ciudad o por rutas interestatales, un conductor más educado.
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