Hace justo un año me regalé un viaje largo a las Américas.
Estos últimos días de agosto, aprovechando la fecha simultánea del cumpleaños y
el aniversario de la llegada, me he regalado un coche. A demasiada gente le
sorprende que pueda haber sobrevivido un año en los Estados Unidos sin vehículo
propio. Muchos de los mitos sobre la cultura americana que perviven entre
nosotros tienen fundamento, pero no son realidades incontestables.
En San Diego, como en otras
muchas ciudades californianas, el transporte público llega a todos lados. La
diferencia con nuestras ciudades europeas es el tiempo que se emplea, y eso
tiene que ver con el espacio que las ciudades ocupan. Aquí las ciudades se
extienden en kilómetros cuadrados de barrios arbolados con casas bajas, de una
o de dos plantas. Y circulando por autovías de cuatro o seis carriles por cada
sentido, que cruzan y se reparten por la ciudad, en coche se llega mucho antes
a cualquier lugar.
Y además del
transporte público (líneas de autobuses que recorren distancias kilométricas; trolley, unos vagones rojos como de
metro o tranvía, a los que todo el mundo se refiere con el término en inglés,
pues sonaría tan raro llamarlo con esa antigua adaptación castellana: trolebús)
existe la posibilidad de moverse en bicicleta. Yo lo he hecho con naturalidad
durante muchos meses, aunque bien es verdad que estas ciudades, a pesar de las
calles anchísimas y las costumbres tan educadas al volante, a pesar de la
omnipresente señalización de los carriles para bicis, no son lugares demasiado
amables para un tráfico tan lento y vulnerable.
Ahora con el coche todo es más
practicable, la verdad, todo está más a la mano y más acorde al american way of life. La urbanidad de la
gente al volante es algo que nos diferencia sustancialmente. Es tan fácil
habituarse a un espacio en el que todo el mundo respeta todas las señales de
tráfico, todas las normas, e incluso en el que todos los conductores son
tolerantes con los pequeños errores o distracciones. El tráfico fluye por la
ciudad y por las autovías (que reciben un nombre tan genuinamente americano: freeway), y lo hace en buena parte
porque todo el mundo está dispuesto a ceder el paso, a esperar, a respetar el
espacio de los otros vehículos y de los peatones.
Estos días
conduzco con la radio encendida y voy saltando de una emisora a otra,
reconociéndolas, del inglés al español, de la música pop a los concursos con
muchos gritos y risas, a los anuncios largos de seguros con testimonios de
marines retirados, de celebraciones comunitarias o mercados de agricultores. Al
acabar un corrido o una ranchera una voz mexicana sobreactuada da consejos sobre
cómo tratar las ‘várices’ y otra muestra su conmoción por el cambio de imagen
de Google. Por la mañana unos tertulianos de acento limpio, voces inglesas claras,
tranquilas y profesionales, explican que en agosto se ha creado en los Estados
Unidos menos empleo de lo esperado; el paro ha bajado al 5,1%, después de 66
meses de creación de empleo, pero lo consideran insuficiente.
Una noche suena una música lenta
y dulce y tardo en reconocer a Mocedades, otra tarde suenan rumbas de Estopa
después de un largo comercial de autopromoción del Senado mexicano. Una noche,
a la puerta de un supermercado, un hombre de unos setenta años, con gorra de
béisbol, permanece largo rato dentro de su furgoneta, con las ventanillas
abiertas, escuchando con atención unas voces masculinas que se desesperan
hablando de las campañas locas de los que quieren ser candidatos a la
presidencia.
Camino a la playa suena una canción
nueva y lenta de Fito & Fitipaldis. U2, Lennon, Alejandro Fernández, suenan
entre decenas de canciones pop y rock en inglés y ritmos surferos. Un humorista
mexicano repasa ordenadamente lo que ocurriría en los Estados Unidos si se
cerrara la frontera con México: otra voz imita el acento gringo haciéndose
pasar por un Donald Trump no menos idiota que el de la realidad. En otra
emisora han retomado los larguísimos anuncios de seguros médicos, o los no
menos esmerados sobre las ofertas en todo tipo de mercancías durante el largo
fin de semana que se avecina, con motivo del Labor Day. Siempre acabo en la 88.3, una emisora con 24 horas de jazz que justifica por sí sola la presencia del aparato.
Ahora voy
conduciendo camino a casa, con el brazo apoyado en la puerta del coche, y
observo de pasada, con una mirada todavía extranjera, a tantos vehículos
haciendo cola en los drive thru,
pasillos para coches donde a través de una ventanilla a uno le pueden servir
una hamburguesa o una bebida de Starbucks, o desde los que se puede sacar
dinero sin poner un pie en el suelo. Paso de largo, y por un momento siento el
raro alivio de pensar que el hecho de moverme en coche no nos iguala del todo.
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