Historias policiales de escritores al margen de la
literatura. Esta semana publicó el Washington
Post, en su sección de “Libros”, un curioso reportaje sobre el espionaje al
que el FBI sometió al escritor colombiano García Márquez durante 24 años. El
título del artículo es menos ocurrente que gracioso: haciendo un juego de
palabras con el título El amor en los
tiempos del cólera, el periodista Joe Stephens tituló Love in the time of surveillance: FBI agents tracked Gabriel García Márquez.
Y se basa en las fuentes directas que el FBI ha desclasificado, a petición del Washington Post: 137 páginas de un
archivo en el que se mantienen por lo pronto sin desclasificar otras 133.
J. Edgar
Hoover, el implacable director del FBI entre 1935 y 1972, encargó personalmente
la supervisión discreta del escritor colombiano, como de tantos otros
intelectuales o artistas sospechosos de comunismo o pro-comunismo. La historia
tiene mucho menos de novelesco que de interés puramente periodístico, como
tanto le habría gustado a Gabo, por otra parte. En los primeros meses de 1961,
García Márquez, que ya era un reconocido periodista en Colombia, pero aún un
incipiente novelista al que pocos conocían, había vuelto de Europa y se instaló
en Nueva York para trabajar como corresponsal de una nueva agencia de noticias
cubana: Prensa Latina.
Apenas dos años
después del triunfo de la Revolución cubana, habría sido raro que no
investigaran a un periodista que trabajaba para una agencia del enemigo
comunista. García Márquez, con 33 años, llegó a Nueva York con su mujer,
Mercedes Barcha, y con su hijo Rodrigo, de apenas dos años. Los papeles del FBI
revelan que se instalaron en un hotel de Manhattan, por el que pagaron 200$
mensuales, y que apenas recibieron visitas. Esto y todo lo que llena los
informes es puro chisme, pues tampoco está claro por qué siguieron espiando al
escritor durante 24 años, hasta 1985.
Durante ese periodo García
Márquez publicó sus novelas más célebres, empezando por Cien años de soledad en 1967. En los 70 era ya un escritor
reconocido en cualquier lugar del planeta, en 1982 había sido distinguido con
el premio Nobel de Literatura, e incluso en esos años había estrechado lazos de
amistad con mandatarios internacionales: el presidente francés François
Mitterrand y hasta el presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, que lo
recibió varias veces en la Casa Blanca. El FBI se fijaba en otra amistad más
próxima y duradera: entre las decenas de documentos originales en inglés y en
español incluidos en su informe, un agente subrayó una línea de un artículo del
Newsday de 1982 que lo describía como
“un amigo cercano de Fidel Castro”.
Nunca se abrió una investigación
criminal contra el escritor: los agentes se limitaron a hacer un seguimiento
discreto de sus pasos en los Estados Unidos. Algunos informes lo describen
físicamente, remarcando la peculiaridad de su bigote; otros nombran a los
informantes confidenciales; en otros, los agentes se mofan de las dificultades
de García Márquez con el inglés. Uno de los documentos de febrero de 1961 viene
directamente de J. Edgar Hoover: “En el caso de que entre en los Estados Unidos
por cualquier razón, el FBI debe ser inmediatamente puesto sobre aviso”. La ironía
es que García Márquez fue despedido de Prensa Latina apenas unos meses después,
pues la agencia cubana consideró que sus reportajes no eran lo suficientemente radicales.
De modo que en julio de 1961 salió de Nueva York, junto con su familia, en un
autobús Greyhound rumbo a México.
Muchos años después, el hijo que
viajaba con él, Rodrigo García, que es director y productor cinematográfico y
vive en Los Ángeles, recibió la noticia sin sorpresa. Aseguró al Washington Post que la familia no sabía
que había sido objeto de vigilancia durante tantos años, pero que al fin y al
cabo era lo esperable: cuenta que en 1961 García Márquez volvía a casa y se dio
cuenta de que lo seguían dos hombres que se comunicaban con silbidos. El
escritor pensó que podían trabajar para la CIA o para cualquier facción cubana.
A fin de cuentas, García Márquez nunca perteneció a ningún partido, e incluso
sus reportajes sobre los países socialistas europeos no eran descripciones del
paraíso en la tierra.
En aquellos años de la guerra
fría, en sus idas y venidas por América y Europa, antes y después de radicarse
en México, quién le habría dicho, a quien no paraba de armar novelas en su
cabeza, que andaban con ganas de hacer una mala novela policial de su propia
vida.
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