"Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la mesma cueva y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España".
Capítulo XXII de la segunda parte del Quijote.
Hay paisajes fascinantes que uno no sabe apreciar en su justa medida quizá porque están demasiado cerca, porque son demasiado familiares, y sin embargo despliegan ante los ojos de cualquiera una grandiosidad indudable, un aire de lugar elegido. Las Lagunas de Ruidera son una sucesión de treinta kilómetros de lagunas fluviales en medio de La Mancha, quince lagunas separadas y unidas por barreras de piedra tobácea, piedra que se descascarilló con el trabajo de los siglos, y deja fluir el agua de laguna en laguna para formar el río Guadiana.
La piedra carcomida dibuja un largo tejado por toda la orilla sobre la superficie plana de las aguas, se corta en breves playas, sirve de trampolín a los muchachos que saltan en verano. En la piedra se abrieron huecos por los que fluyen las corrientes de una laguna a otra, siguiendo la ley imperiosa de la gravedad, trasladándose lenta y segura desde la Blanca a la Conceja, a la Tomilla, a la Tinaja, a la San Pedro, a la Redondilla, a la Lengua, a la Salvadora, a la Santos Morcillo, a la Batana, a la Colgada, a la Del Rey, para venir a caer en una última y larga cascada en El Hundimiento, y después remansarse en las dos últimas, la Cueva Morenilla y la Cenagosa, ya convertidas en el río Guadiana, que se frena y se ensancha en el embalse de Peñarroya, en el término de Argamasilla de Alba, extendiéndose a los pies del castillo medieval con una promesa de regadíos fértiles en el corazón de La Mancha.
Mientras nadan mis amigos en las aguas heladas de la laguna San Pedro, espero sentado en una piedra, a la sombra de las encinas, en una breve playa, justo debajo de los balcones de madera del restaurante donde vamos a comer. En el remanso detenido del espacio, me vienen nítidas, como un susurro al oído, las voces de los camareros que preparan el servicio: "Va a haber cambios en España", le dice uno al otro, que responde con un quejido displicente, pensando en el resultado de las elecciones generales de ayer: "Sí, precisamente ahora". El otro tarda un par de segundos en contestar, y lo hace con el tono de quien quiere que lo tomen realmente en serio: "No, hombre, si digo en el fútbol: que Del Bosque va a hacer cambios en la alineación". Después unas muchachas se ponen a discutir cómo y para qué se vota para el Senado, hasta que llegan a la conclusión de que ninguna sabe qué ha votado ni cómo.
De vuelta hacia el pueblo de Ruidera bordeamos otra vez todas las lagunas, siguiendo las pesadas curvas de la carretera. Atravesamos los complejos de piscinas, restaurantes, hoteles, y sobre todo chalés, la huella desordenada del desarrollo constructivo rápido que se inició en los años 70. Pasamos por Entrelagos, uno de los primeros hoteles, el mismo en el que suceden los hechos en la novela de Francisco García Pavón, Voces en Ruidera. Al principio de la laguna Colgada, en la entrada del pueblo, paramos a tomar una cerveza. Hay poca gente siguiendo el partido de fútbol de España, y más gente en la terraza, aprovechando el primer frescor de la tarde que sigue a la siesta. Hay niños en bañador jugando entre las mesas, ánades nadando tranquilos entre los juncos, algunos cuerpos tendidos en la playa sombreada por los pinos.