Al anochecer, a la hora del partido entre México y Uruguay, se desata una tormenta tropical que durará horas. Llueve con tanta intensidad que las calles se inundan, entra agua por las ventanas cerradas, corre desde el patio a las salas interiores. Cebamos mate mientras México marca goles, y al tiempo que un grupo de gente de tres continentes mateamos, me acuerdo de mis dos amigos, uruguayo y mexicano, que están viendo allí el partido, en directo, en la tarde todavía sofocante de Phoenix, Arizona. Después salimos descalzos, sobreponiéndonos a los ríos sucios que bajan por las calles, para comernos unos últimos tacos de bistec, lo que en el norte llaman carnitas, mientras me ponen al día de cómo hay que hacer para sobrevivir a la inflación en la Argentina.
Este viaje por Centroamérica ha sido un encuentro continuo con experiencias locales genuinas e historias de paso de gentes de países diversos, de idiomas varios, de caminos que a veces se entrecruzan de las formas más insospechadas. Qué diversidad humana se concentra y se expande desde un territorio natural tan rico y tan maltratado. Cuánta belleza encontramos en la parte mínima que atisbamos, y cuánta se oculta ahí, a la espera de que la busquemos.
En el trayecto al aeropuerto desde Playa del Carmen hay un cielo gris y arcenes inundados, autobuses accidentados, amenaza de huracán. Cuando ya estoy bajo techo se desata otra tormenta intensa que durará toda la tarde. Entre los aeropuertos del tercer mundo que he conocido, el de Cancún no es de los más preparados. No permite a sus bares y restaurantes ofrecer servicio de Internet, porque lo lleva una empresa que cobra por la conexión. De todas formas, por culpa de la tormenta, tampoco funciona. Después de muchas vueltas, un taxista me encuentra la solución: "Yo le pirateo una cuenta, no se preocupe, por una propina". Así funciona casi todo en este país de la chingada.
También las lluvias han desbaratado el horario de los aviones. El huracán pasa rozando la costa, pero no la toca. Nuestro avión saldrá con un retraso de 6 horas, nos dicen, que después son 8. La prensa local habla del triunfo del PAN en las elecciones de ayer en Quintana Roo, donde por primera vez gobernará un partido distinto del PRI desde que existe el estado. También ha ocurrido en otros estados donde hubo elecciones, es un cambio de época en gran parte de México. Me encuentro por tercera vez en cinco días, en una ciudad y una situación otra vez distinta, a una amiga italiana. Y un señor de Murcia empieza a contarme su vida con la familiaridad pesante de algunos españoles en el extranjero, que piensan que pueden abordar a otro español y soltarle impunemente sus historias. Me entero en diversas fases de su estancia en Yucatán, y de cómo es la casa de su suegra, de lo bien que lo trataba su antiguo jefe, y de algunos detalles insoportables más, a pesar de hacerle más fintas que un delantero. Pero una sala de aeropuerto siempre es suficientemente amplia para encontrar rincones en los que aprovechar la espera leyendo.
Después de la cena la sala de espera del aeropuerto empieza a caer en esa tristeza somnolienta de las madrugadas, hasta que llegan grupos de españoles de los vuelos retrasados y vuelve un jaleo de mediodía. Algunos mexicanos tocan guitarras y cantan. Cuando se acerca la hora del embarque, los encargados empiezan a jugar con retrasos de diez minutos, y la gente se enfada. Sé que estoy yendo hacia España cuando empiezo a escuchar silbidos agudos, gritos de quejas, exigencias de reclamaciones. Por los altavoces, un hombre nervioso llama a la calma. Tienen que ponerse en las puertas tres agentes de la policía federal. Los grupos de españoles se quejan, vociferan, finalmente se ríen. Un agente se pone firme frente al desplante de una encargada de la compañía, que no quiere más fotos a corta distancia: "Haga el favor de responder con educación a las preguntas de la señorita, haga su trabajo".
Finalmente subimos, muy tarde en la madrugada, en un avión fletado por otra compañía, igual de grande que viejo. Pasada la tormenta, el vuelo es tranquilo, y en apenas un rato nos topamos con el amanecer atlántico tras las ventanillas, un largo destello anaranjado sobre un mar de nubes azules. Muchas horas después aparece la costa portuguesa, el verde accidentado del norte, las llanuras pajizas de Castilla. Aterrizamos en Madrid en una hermosa tarde veraniega de junio, caliente y plácida. Y llegar es siempre reencontrarse con los colores familiares, que esta vez me sorprenden menos, aunque hayan pasado alejados más tiempo.
Como si fuera natural, alargo mi viaje, y acabo otra vez en la provincia de Guadalajara. Porque el viaje nunca se acaba, haya empezado en el océano Pacífico o en el Caribe, y las etapas se dilatan o se suceden casi sin que medie la voluntad. La sensación de ir dejando paisajes y amigos por el camino es agridulce, aunque necesaria. La sensación de reencontrarlos, los paisajes añorados y los amigos que destapan la primera cerveza, es por sí sola la justificación de cualquier viaje.
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