El yacimiento arqueológico más famoso y visitado de Yucatán, y probablemente de todo México, es Chichén Itzá. El Castillo, la pirámide principal del complejo, es una de las imágenes icónicas de la cultura maya. Y para la mayoría de turistas que recalan en Cancún es una visita cómoda y rápida, que tiene un punto entre dominguero y cultural. Por eso no se parece a casi ningún otro yacimiento arqueológico maya: éste está lleno de gente, de extranjeros, por todos lados.
Chichén Itzá está preparado para todo tipo de turismo. Los guías compran entradas para grupos en las numerosas taquillas, y los grupos organizados que vienen probablemente desde su destino vacacional de sol y playa, hacen fila ordenadamente. Para viajeros solitarios en trayecto de un lado a otro, existen también facilidades: hay una consigna gratuita para guardar los bultos grandes mientras se visita el yacimiento. Y una vez que uno está dentro, lo que primero ve, y lo que no deja de ver en todo el entorno, es la fila interminable de puestos de artesanías, imanes, bolsos, sombreros, collares.
Hay acceso a parte de lo que fueron los mercados de la ciudad, el edificio de las mil columnas, y otros edificios menores. Hay nubes bajas corriendo rápido en el cielo, pero cae el sol a plomo. Los grupos de extranjeros, con sus paraguas rosas, atienden a las explicaciones de los guías bajo las anchas sombras de los árboles. Poca gente parece interesarse por lo que venden los cientos y cientos de vendedores. Dentro del parque hay dos cenotes muy profundos. Uno de ellos se llama el Cenote Sagrado, y hay que mirar sus aguas verdes desde un mirador de 35 metros de altura. Lo sobrevuelan pájaros azules y naranjas, y por las rocas carcomidas de las alturas se desplazan lentos lagartos gigantes.
Salir de Chichén Itzá es tan fácil como llegar: hasta la misma puerta, hasta la sombra de un árbol que hace de parada, llegan los autobuses que vuelven para Mérida o que siguen para Valladolid. En media hora, y también por unos pocos pesos, llego a Valladolid, que es una ciudad pequeña, cuadriculada y acogedora. El cielo está cargado, gris, amenazante. El calor del ambiente es denso, aquí no se para de sudar. Antes de anochecer, justo cuando estoy entrando al hostal, cae un chaparrón rotundo: llueve fuerte durante una hora, y cuando salimos a buscar algo de cenar las calles y los parques están medio inundados. En el centro de la ciudad es difícil encontrar un lugar fiable donde tomarse una cerveza: en un bar del que sale música atractiva, lo que encontramos dentro es un cocedero con sólo hombres repartidos entre la barra y las mesas. El mesero se sorprende de que no queramos quedarnos a hervir dentro. Los supermercados no cierran hasta muy tarde, pero la cerveza casi se ha calentado cuando llegamos al pequeño oasis del patio del hostal. Aunque haya llovido, la brisa de la noche tropical sigue llegando caliente.
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