miércoles, 1 de junio de 2016

Chichén Itzá, entre Mérida y Valladolid

El yacimiento arqueológico más famoso y visitado de Yucatán, y probablemente de todo México, es Chichén Itzá. El Castillo, la pirámide principal del complejo, es una de las imágenes icónicas de la cultura maya. Y para la mayoría de turistas que recalan en Cancún es una visita cómoda y rápida, que tiene un punto entre dominguero y cultural. Por eso no se parece a casi ningún otro yacimiento arqueológico maya: éste está lleno de gente, de extranjeros, por todos lados.

Pero a pesar de la saturación de turistas, la visita a Chichén Itzá es obligada y provechosa. Y cómoda, muy cómoda, desde cualquier lugar. Desde Mérida salen autobuses regulares para Chichén, por apenas unos pesos, por lo que no es necesario atender a las decenas de empresas que ofrecen tours hasta el yacimiento. Los autobuses llegan a Chichén en apenas dos horas, por una carretera recta y llana que atraviesa pueblecitos pobres, con sus iglesias de piedra o estuco rosa y sus mercados coloridos. Hay dos empresas para viajar en autobús regular en esta parte de México: ADO no sólo es la más cara, sino que además, al ser los autobuses más modernos, no tienen ventanas, y el aire acondicionado está tan fuerte que uno puede enfermarse. La compañía Oriente es más modesta, pero los autobuses son aceptables, y como el aire acondicionado funciona algo deficientemente, los viajes se pueden hacer sin riesgos.

Chichén Itzá está preparado para todo tipo de turismo. Los guías compran entradas para grupos en las numerosas taquillas, y los grupos organizados que vienen probablemente desde su destino vacacional de sol y playa, hacen fila ordenadamente. Para viajeros solitarios en trayecto de un lado a otro, existen también facilidades: hay una consigna gratuita para guardar los bultos grandes mientras se visita el yacimiento. Y una vez que uno está dentro, lo que primero ve, y lo que no deja de ver en todo el entorno, es la fila interminable de puestos de artesanías, imanes, bolsos, sombreros, collares.

Después está el Castillo, la pirámide de Kukalcán, en medio de una explanada verde. Tiene 25 metros de alto, pero no se puede subir. Aun así, desde abajo, desde las bocas de las serpientes emplumadas que suben junto a los escalones, es una obra que impresiona, por mucho que uno se haya hartado de verla en fotografías. En realidad esta pirámide es un calendario gigante. Tiene nueve alturas, y en cada una las escaleras dividen el espacio en dos: las 18 terrazas representan los 18 meses de 20 días del calendario maya. Hay cuatro escaleras, y cada una tiene 91 escalones: con la altura superior suman 365.

Hay acceso a parte de lo que fueron los mercados de la ciudad, el edificio de las mil columnas, y otros edificios menores. Hay nubes bajas corriendo rápido en el cielo, pero cae el sol a plomo. Los grupos de extranjeros, con sus paraguas rosas, atienden a las explicaciones de los guías bajo las anchas sombras de los árboles. Poca gente parece interesarse por lo que venden los cientos y cientos de vendedores. Dentro del parque hay dos cenotes muy profundos. Uno de ellos se llama el Cenote Sagrado, y hay que mirar sus aguas verdes desde un mirador de 35 metros de altura. Lo sobrevuelan pájaros azules y naranjas, y por las rocas carcomidas de las alturas se desplazan lentos lagartos gigantes.

El Juego de Pelota es uno de los lugares más carismáticos. Es sólo uno de los varios que había en la ciudad, pero era el más grande de todos los yacimientos mayas que se conocen. Los aros de piedra cuelgan de lo alto de los muros, y en los zócalos de piedra hay grabadas imágenes de jugadores en diversas posiciones, algunos incluso siendo sacrificados.

Salir de Chichén Itzá es tan fácil como llegar: hasta la misma puerta, hasta la sombra de un árbol que hace de parada, llegan los autobuses que vuelven para Mérida o que siguen para Valladolid. En media hora, y también por unos pocos pesos, llego a Valladolid, que es una ciudad pequeña, cuadriculada y acogedora. El cielo está cargado, gris, amenazante. El calor del ambiente es denso, aquí no se para de sudar. Antes de anochecer, justo cuando estoy entrando al hostal, cae un chaparrón rotundo: llueve fuerte durante una hora, y cuando salimos a buscar algo de cenar las calles y los parques están medio inundados. En el centro de la ciudad es difícil encontrar un lugar fiable donde tomarse una cerveza: en un bar del que sale música atractiva, lo que encontramos dentro es un cocedero con sólo hombres repartidos entre la barra y las mesas. El mesero se sorprende de que no queramos quedarnos a hervir dentro. Los supermercados no cierran hasta muy tarde, pero la cerveza casi se ha calentado cuando llegamos al pequeño oasis del patio del hostal. Aunque haya llovido, la brisa de la noche tropical sigue llegando caliente.

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