martes, 31 de mayo de 2016

Mérida, joya virreinal de Yucatán

En autobús nocturno llego a Mérida, cuando apenas empieza a hacerse de día. Horas de carretera recta, segura, al fin alejado de las curvas de las selvas y montañas de Chiapas. Mérida es la ciudad más grande del estado de Yucatán, y también de la península. La Plaza Grande es un enorme cuadrado con paseos y jardines, rodeado de edificios oficiales y religiosos. La catedral es un edificio imponente del siglo XVI, que los españoles construyeron en el lugar en que estaba situado un antiguo templo maya. Luce un gran escudo castellano en el frente, entre las dos torres. A un lado hay un pasaje raro que lleva a la calle de atrás, que un gobernante revolucionario mandó abrir para separar físicamente la catedral de los edificios del poder civil.

Es una ciudad colonial, virreinal, con sus palacios, sus anchas y rectas avenidas que vienen a concentrarse en la plaza. En uno de los palacios de gobierno hay una colección inacabable de murales de un artista local que resumen en un estilo picassiano la historia de la península del Yucatán, la conquista española y la resistencia de los pueblos mayas. El conquistador de la ciudad fue Francisco de Montejo el Adelantado, capitán de Hernán Cortés. Acabaron la obra Francisco de Montejo hijo y Francisco de Montejo sobrino. Cuando llegaron aquí las ruinas mayas de la ciudad de To'h les recordaron las de la Mérida extremeña, y por eso llamaron así a la ciudad que fundaron. La casa de los Montejo es uno de los palacios que circundan la plaza. La Mérida mexicana es una ciudad viva, con gente atareada por las calles, y largos mercados cubiertos y al aire libre que ocupan manzanas enteras, mercados ordenados, con poco bullicio pero mucho movimiento y muchos colores.

Desde Mérida es fácil llegar a la tranquilidad de los pueblecitos de la costa, a los cientos de ruinas mayas repartidos por el entorno. Con una española y un californiano con más experiencia mexicana que yo, salimos en colectivo hacia el norte, hacia las ruinas de Dzibilchaltún. El colectivo, con asientos muy envejecidos pero dignos, con los destinos escritos con brocha blanca en el cristal delantero, nos saca de la ciudad y en media hora nos deja en el pueblecito. Desde ahí llegamos a las ruinas en tuk-tuk.

Las ruinas de Dzibilchaltún están rodeadas de un secarral triste. La mayoría de los edificios están aún esperando una buena reconstrucción. Pero el espacio que ocupan es muy grande, y por lo visto la orientación astronómica de los templos es más precisa que en otros lugares. Además, está la curiosidad de que Dzibilchaltún fue una ciudad continuamente habitada durante alrededor de tres mil años, incluso hasta después de la conquista española. Bajo un sol de plomo, entre hierbas secas y caminos blancos, llegamos al oasis prometido de un cenote. El cenote Xlacah es alargado y completamente descubierto, como un pequeño lago. En la parte poco profunda las aguas son transparentes, y el medio está ocupado por una idílica capa de nenúfares en flor. Hacia un extremo el agua se vuelve oscura, y se hunde hasta cuarenta metros. Hay grupos de mexicanos y de extranjeros bañándose, aliviándose de los rigores del verano caribeño en el espejismo de las aguas templadas.

Al atardecer, que es todavía caliente y pegajoso, las calles de Mérida tienen una coloración dorada. El sol pega en las paredes verdes o rosas de los edificios, los autobuses con brochazos en los cristales cruzan rápido las avenidas, los mercados bullen. En la plaza principal hay un predicador ridículo con un altavoz rosa a sus pies, aconsejando cómo leer bien la Biblia. Hay tertulias en los bancos de la plaza, y suenan las campanas de la catedral. En medio de esa belleza última del día, cruzan los taxis luciendo letreros de colores, y pequeños remolques que vienen recogiendo cartones y plásticos.

Cuando se hace de noche, un grupo tradicional jarocho, con hermosos trajes blancos con bordados de colores vivos, hombres y mujeres, bailan una música que parece cubana, muy alegre, mientras enrollan unos lazos de colores alrededor de un poste. A las diez de la noche las librerías aún están abiertas, con el aire acondicionado puesto, y la gente pasea entre los estantes como bajo los árboles de la plaza. Junto a la catedral, se alinean esperando a los turistas los coches de caballos, adornados con telas blancas y flores de colores, y los cocheros de traje blanco y sombrero tienen un aire de fiesta o de boda. De noche, Mérida es una calle caliente, como un horno que se apagó hace rato y sigue desprendiendo calor. De noche, la Mérida yucateca es ruido de ventiladores y conversaciones a media voz en el fresco de la plaza.

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