jueves, 26 de mayo de 2016

Travesía de Guatemala a Guatepeor

Otra vez en camino. Salimos de Panajachel, en la orilla del lago Atitlán, en un microbús. Subimos los cerros verdes hasta el cruce en Sololá. Casas pobres, campesinos con el azadón al hombro en las terrazas de maíz, señales de una campaña electoral que acaba de pasar. El conductor va contándole a su amigo que ayer se fue de fiesta y se acostó muy tarde. El otro le dice que lleva despierto desde las dos de la mañana porque tuvo que recoger la leña. "A  ver si no me agarra el sueño conduciendo". Después se ponen a hablar en su lengua y pierdo el hilo.

En el cruce cambiamos de microbús, y el de la leña se pone al volante. La carretera tiene muchas curvas, y casi siempre vamos cuesta arriba. El conductor habla por teléfono de vez en cuando, en dos idiomas, a veces mezclándolos. Adelanta en las curvas, con línea continua, con una sola mano si la otra va en el teléfono, con total naturalidad. Paramos a desayunar en otro cruce de nombre poco original: Cuatro Caminos. Los autobuses escolares norteamericanos, amarillos o pintados de fantasía, rugen en todas direcciones. Hay muchos restaurantes locales, de una sola habitación, donde desayuna la gente del pueblo. Paso a uno con la cocina abierta al salón principal. Las mujeres están dando palmas tras el fuego: realmente están amasando las tortillas de maíz. Junto al desayuno me ofrecen totole, que es un brebaje caliente y reconfortante a base de avena, leche, canela y azúcar, y también un café dulce y sabroso.

En las siguientes horas circulamos a buena velocidad por las faldas de las montañas. Son cerros muy altos, muy verdes, y al fondo se ven anchos ríos marrones. A lo largo de la carretera hay casas de lata, puestos de frutas, tienditas de cualquier cosa, terrazas con maíz aún muy verde. Dejamos a un lado Quetzaltenango, pasamos junto a Huehuetenango, La Trinitaria, pequeños poblados con mercadillos y cafeterías. Entre el verde del paisaje hay otro color que destaca: todos los postes, y muchas paredes y piedras, están pintados de rojo. Tienen el lema Líder, y el nombre de un candidato presidencial. Grupos organizados se habrán dedicado durante semanas a pintar por las carreteras de todo el país, y ahí seguirán esos golpes de color ensuciando el paisaje durante años.

Llegando a La Mesilla, de repente surge un río de puestos de ropa, una pasarela multicolor que se va estrechando, y por la que apenas pueden pasar los coches. Se interrumpe en la frontera con México, que es apenas un arco con una cancela abierta. Aquí estamos. Bajamos del microbús y hace un calor sofocante. Hay gente cruzando la línea en los dos sentidos, aparentemente sin ningún control, a pie o en moto. Frente al puesto de inmigración guatemalteco hay un hombre escuchimizado con el rostro muy arrugado, tocando la guitarra de pie. Una niña de unos diez años y otro niño más pequeño cantan con él una letanía insoportable de letra religiosa. Los cambistas nos asaltan con fajos de billetes de pesos mexicanos: "¡Quetzales, quetzales, pesos, pesos!". El control migratorio es tan sencillo como entregar el pasaporte y recogerlo sellado cinco segundos después.

Y aquí llega el lío. Al otro lado de la frontera debemos subirnos a otro autobús, pero el nuevo conductor nos dice que ha tenido que venir caminando ocho kilómetros porque hay una huelga que está bloqueando la carretera en el lado mexicano. "Es un bloqueo, pues". En nuestro grupo somos unas veinte personas, y hay más grupos, y todos con mochilas grandes: nos ofrece ir caminando o pagar unos taxis hasta el control migratorio mexicano y después hasta donde llega el bloqueo. Hace un calor horrible. Cruzamos a México y comienza un nuevo mercadillo de ropas y artesanías, bajo toldos de lona y sombrillas de colores vivos.

Hacemos un trayecto de cuatro kilómetros amontonados en taxis anaranjados: seis personas en unos coches, siete en otros. Presentamos pasaportes y entregamos un formulario. Ha pasado más de una hora cuando los taxis nos dejan otros cuatro kilómetros más adelante, donde está el bloqueo. En Chiapas la gente ha sido tradicionalmente muy combativa, y esta semana las cosas están especialmente revueltas. Hay troncos ardiendo que cortan el paso en la carretera. Muchos manifestantes llevan la cara cubierta por pañuelos o pasamontañas, como en la revolución zapatista de los años 90. Cuando trato de hacer fotos, unos hombres de este lado me advierten: "Guarda la cámara, amigo, o esta gente te va a golpear". Hay coches y camiones atascados a los dos lados, y 39 grados centígrados en el ambiente.

Las pancartas dicen algo de unas tuberías de agua potable que 19 pueblos del entorno llevan 13 años reclamando al gobierno del estado. Cruzamos la línea caliente. En la sombra de las marquesinas de una gasolinera dormitan muchos hombres, y otros conversan: manifestantes que se refugian del calor de infierno. En nuestro grupo hay una pareja de alemanes mayores, un grupito de argentinas, una pareja ucraniana, un inglés con la camiseta de Boca Juniors que ha pasado siete meses recorriendo Latinoamérica, dos alemanas muy jóvenes y muy rubias, una californiana que viene de voluntariado, otra americana de Nueva York, un guatemalteco que viaja a San Cristóbal de Las Casas para reunirse con su director de tesis, algunos mexicanos, y este español desubicado. Cargamos con nuestras mochilas y avanzamos entre los manifestantes que llegan y los que se van, con paraguas de colores, con fardos y palos, entre los coches y camiones detenidos, entre los puestos de helados, hasta que encontramos nuestro nuevo autobús.


Estamos en México, estamos en Chiapas. El autobús da la vuelta y enfilamos hacia el interior del estado. Durante varios kilómetros la carretera se vuelve de tierra. El paisaje ha cambiado de golpe: ahora las montañas se han suavizado, y son pardas: se acabó la vegetación tropical. Hay granjas de toros, casetas pobres, maizales secos., ríos estrechos y sucios. La carretera mejora poco a poco, y volvemos a las curvas y volvemos a subir cuesta durante varias horas. Cuando nos detenemos a descansar junto a unos puestos de artesanías y mazorcas de maíz tostadas, el calor ha remitido. Al poco entramos en unos valles cultivados y verdes, y al fondo las montañas son suaves y también verdes: empiezan los bosques de pinos.

Cruzamos junto a poblados precarios, los niños juegan entre la hierba, las cabras y las ovejas pastan junto a la carretera, las mujeres lavan la ropa entre las estructuras de lata. Es difícil entender los letreros porque están plagados de errores ortográficos. Empieza a haber pequeñas iglesias de confesiones evangélicas. Son los suburbios de San Cristóbal de Las Casas: territorio zapatista, territorio tzotzil.

Bajamos en San Cristóbal de Las Casas, en la plaza central, entre un bullicio grande de gente, tenderetes con dulces y jugos, tuk-tuks y motos. En la calle Real de Guadalupe hay muchos restaurantes, y mucho trasiego de turistas. Nos liberamos de las mochilas en un hostal. Frente a un restaurante un hombre de pelo largo y cano toca ritmos de bolero a la guitarra, y al otro lado de la calle un muchacho suizo de apariencia jipi toca un hang drum, que es una caja de lata abombada con resonancia. Me siento a comer un falafel en un restaurante libanés, con otras dos compañeras de viaje, una americana y otra mexicana, tratando de entendernos en dos idiomas. El dueño fuma despreocupadamente en una cachimba junto a la puerta. Está atardeciedo tras las casas bajas y coloreadas. Tomamos una cerveza Indio, otra vez producto mexicano. Brindamos porque ya estamos en Chiapas. Podría haber sido peor.

1 comentario:

  1. Cuántas aventuras...y qué bien explicadas para alguien que se mueve pocos kms cada día por terrenos manchegos más que conocidos...Buen viaje y hasta pronto.

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