miércoles, 25 de mayo de 2016

En el lago de Atitlán: pueblos mayas y volcanes

A dos horas hacia el oeste de Antigua, a 1500 metros sobre el nivel del mar, en el altiplano guatemalteco, está el lago de Atitlán. Llegamos muy temprano, en un autobús corto que sube deprisa las curvas interminables de los cerros verdes. El cruce está en Sololá, y desde ahí hay una carretera que baja hasta la orilla del lago en Panajachel, entre precipicios de vértigo. El naturalista alemán Alexander von Humboldt escribió que éste era "el lago más hermoso del mundo". También el escritor británico Aldous Huxley pasó por aquí, y escribió sobre el lago en su libro de viajes Beyond the Mexique Bay. El lago está tan enraizado en la cultura maya, que los arqueólogos buscan restos de ciudades bajo las aguas. Pero los mayas siguen viviendo aquí: están repartidos por las orillas.



Panajachel es un pueblo tranquilo, uno de los doce pueblos que hay a lo largo de las orillas del lago Atitlán. El lago tiene 18 kilómetros de largo, y más de 300 metros de profundidad. En el escueto puerto hay capitanes de barca ofreciendo transporte regular de un pueblo a otro o tours de toda la mañana para visitar tres de esos pueblos. Incluso para la gente local es más cómodo transportarse en bote de pueblo a pueblo, pues para llegar por tierra deberían subir y bajar cerros, por carreteras peligrosas, y recorrer mucha más distancia de la que hay en línea recta sobre el agua.

Un grupo de turistas guatemaltecos, ya mayores, suben a la barca. Las mujeres van escandalizando, una de ellas se ajusta el chaleco salvavidas y dura los quince minutos de trayecto repitiendo el miedo que le da navegar. El lago parece una balsa de aceite, pero el capitán nos advierte: "Qué bueno que viajan en la mañana: por las tardes viene la brisa y hay olas, y está peligroso, y además siempre llueve". Desembarcamos en San Juan La Laguna, un pueblecito con una calle principal muy empinada y llena de tiendas para turistas. Junto al lago hay tres volcanes, San Pedro, Atitlán y Tolimán, que se reflejan en las aguas azules, y sobre sus laderas crecen los pueblos. Hombres y mujeres llevan trajes típicos, muy coloridos los de ellas. Por las calles sólo se escuchan las lenguas mayas nativas, que no son las mismas en cada pueblo. Hay muchas asociaciones de mujeres que venden los pañuelos y ropas que ellas mismas tejen en sus telares tradicionales. Utilizan para teñir las ropas colorantes naturales: hojas de té, flores, hojas de plantas que dan diferente color si hay luna llena, etcétera. Todo forma parte de las explicaciones para turistas dentro de los telares.

Tras cinco minutos de navegación llegamos a San Pedro La Laguna, que es poco más grande pero mucho más turístico. Muchos viajeros hacen noche en este pueblo, que además de telares y exhibiciones sobre el café tiene un ambiente muy internacional. Hay extranjeros mezclados con la colorida población local, neojipis vendiendo baratijas en las calles, muchos hotelitos frente a la laguna. Hay muchachos bañándose en el agua con gran algarabía, mientras una mujer lava la ropa cerca y una muchacha se enjabona el pelo. En un muelle hay un barco de fiesta, con música alta de Enrique Iglesias, adonde se dirigen en procesión decenas de jóvenes en bañador. Son muy blancos y hablan una lengua incomprensible, de la que sólo deduzco que no es europea. Sólo después me entero de que es un gran grupo de israelíes de excursión por el lago.

La tercera visita es a una ciudad mucho más grande, que está en una bahía dentro del lago: Santiago Atitlán. Después de subir la cuesta de la calle principal, esquivando a los coches y los tuk-tuks, llego a una plaza grande con soportales precarios de piedra. Más arriba hay otra plaza con una iglesia blanca con escalones de piedra gris. En un cartel dice que fue fundada en 1547. Por dentro está adornada con cortinajes blancos, y todas las paredes están llenas de santos y cristos de un metro, vestidos con extrañas túnicas amarillas, verdes o azules, que parecen uniformes de párvulos. En la capilla del fondo hay varios retablos de madera. Frente a uno de ellos hay un hombre arrodillado frente a un crucificado lleno de adornos indígenas de colores, rezando una cantilena en su lengua, y detrás una mujer y un niño que repiten sus palabras. En el otro retablo hay figuras de Santiago Apóstol, con su vieira, y un Cristo con pelo natural muy negro, vestidos con un traje naranja muy infantil, con hombreras. Es una escena un tanto surrealista, y da más miedo que risa.

En las calles de detrás, las que no transitan los turistas, hay mujeres trabajando en sus telares, niños atendiendo vitrinas con pollo frito, carpinterías caseras, hombres que bajan del monte cargados de leña. Palmeras, plataneros, pequeñas terrazas con maíz, tejados de lata. Bajo por un callejón hasta el lago: unas mujeres lavan ropa en un pequeño muelle con barquitas de madera, las muchachas suben y bajan los fardos de ropa por la cuesta, cargados sobre sus cabezas.

De vuelta en Panajachel, la tarde efectivamente empieza a anieblarse. Los volcanes desaparecen tras las nubes y la niebla. Sopla el vientecillo anunciado, y se levanta un rápido oleaje sobre el lago. Hay muchos restaurantes con terrazas sostenidas por palos de madera sobre el agua. Los camareros están ociosos, unos miran sus móviles, otros juegan al fútbol en la calle. En unos endebles muelles de madera hay alguna gente pescando, varias barquitas vuelven antes de que el agua se ponga más peligrosa.

La avenida Santander es la calle principal de Panajachel. Hay puestos de comida y de artesanías y baratijas a todo lo largo, y los autobuses y tuk-tuks no paran de ir y venir entre la gente. Son autobuses escolares norteamericanos, algunos todavía amarillos, otros repintados con colores y dibujos extravagantes. Hay mucho ruido y movimiento de gente, hasta que de repente llega la tormenta también anunciada: durante una hora cae un chaparrón fuerte, y después el pueblo se queda casi en silencio, apagado y vacío. De noche, en el muelle, pasean los perros y las parejas silenciosas, y se ven las luces débiles de los pueblecitos de enfrente. Los mayas de entonces verían también las luces de las hogueras en las noches cerradas como ésta, donde el lago es otra vez un gran agujero negro en el tiempo.

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