miércoles, 18 de mayo de 2016

Saliendo de Ciudad Juárez

Cuando Texas se independizó de México en 1836, la ciudad de El Paso del Norte quedó dividida en dos. Unos años después, siendo Texas ya parte de los Estados Unidos, la frontera se fijó definitivamente en el Río Grande. A la parte mexicana le cambiaron el nombre en 1888, para honrar a un héroe patrio, el gran presidente reformista, y la llamaron Ciudad Juárez.

La ciudad es tristemente conocida por ser una de las más violentas del planeta. En los últimos veinte años han aparecido muertas y torturadas cientos de mujeres, y hay varios miles de desaparecidas, sin que la justicia llegue a esclarecer los casos. En el año 2010, en plena guerra por el control del narcotráfico en la ciudad entre los carteles de Sinaloa y de Juárez, hubo más de 3000 asesinatos. Y aunque desde entonces las muertes han descendido radicalmente, los índices de violencia en la ciudad siguen siendo intolerables.

De los dos millones y medio de habitantes que tiene el área metropolitana que forman las dos ciudades a ambos lados de la frontera, Juárez tiene la mayor parte, dos millones. Y su economía vive de las maquiladoras, las fábricas a bajo costo que funcionan cerca de la frontera y envían mercancías hacia el norte sin parar. De noche, desde el lado gringo, desde la colina elevada de Scenic Drive, se ve un inacabable mar de luces amarillas, y la frontera es imperceptible. En medio de la llanura iluminada se destaca un monumento extraño: una gigantesca X roja. Al parecer, se trata de la única parte acabada de un proyecto de colocar las letras de México a lo largo de toda la frontera. Desde la plaza de la X, en la misma línea, ofició el papa Francisco una misa hace tres meses, además de hablar de forma valiente de la tragedia de aquellos a quienes la pobreza y la violencia obligan a emigrar.

Hay cinco puentes para cruzar la frontera. Algunos son libres, en otros hay que pagar unos centavos para cruzar, en una maquinita con ranuras que no devuelve cambio. Cruzamos caminando por el puente Santa Fe, sobre una curva del río, que a lo largo de la ciudad no es más que un flujo tranquilo de agua canalizada. La misma calle ha pasado de ser El Paso Street a llamarse Avenida Benito Juárez. Aunque los barrios fronterizos del lado norte son barrios de apariencia degradada, al otro lado del río se nota un cambio brusco.

Hay algunos vendedores de comidas, autobuses que pasan levantando el polvo de la calle rota, gente con bolsas hacia todos lados, pero nada que ver con el ambiente de bazar turco de la frontera en Tijuana. En casi todo lo demás, sí se le parece: solares con hierbas secas, aceras levantadas, puestos de bebidas o de cigarros o de tamales en las esquinas, casas de cambio, tráfico desordenado de bicicletas y coches. Donde acaban las construcciones hay un cerro seco con un mensaje en mayúsculas visible desde los dos países: La Biblia es la verdad, Léela.

En la calle Juárez había antes del estallido de la violencia muchos bares, adonde venían cada día gentes del otro lado, buscando precios fáciles, escapando de la prohibición de beber hasta los 21. En una de las calles que cruza está la plaza de toros: todavía cuelgan los carteles de hace un mes en los que estaban anunciados Talavante y Pablo Hermoso de Mendoza. En la ancha pared trasera de un edificio hay un dibujo colorido del cantante Juan Gabriel.

El Bar Kentucky, el lugar donde se inventó el cóctel margarita, tiene cristaleras sobre la acera y está lleno de gringos. Frente al local, un monje joven, con sotana marrón y cíngulo, en chanclas, conversa con una mujer que atiende un carrito de helados. Un hombre con sombrero ancho pasea en coche de caballos a unos turistas. En el cruce con la calle 16 de Septiembre aparece de golpe un gentío colorido y ruidoso. Alguna gente se agolpa en círculos para ver espectáculos callejeros: showmen con micrófonos y altavoces, niños exhibiendo sus bicicletas precarias. La motocicleta de un vendedor de pizzas cruza rápida por el espacio abierto en la calle peatonal, pisando los cables, sin atropellar a nadie.

Es domingo a mediodía, es la hora de la misa. La catedral de Juárez es una nave con dos torres, y tiene tantos estilos que parece hecha con remiendos. Está llena de gente, y el interior, con techos y paredes de madera, con santos diminutos, parece un salón de actos. Antes de dar la bendición, el sacerdote dice que debe hacer dos anuncios: uno es el horario de una celebración eucarística en el lugar donde el Santo Padre ofició su misa; el otro es un recordatorio de comprar el semanario de la diócesis: "No a la legalización de la marihuana". Mientras lee los titulares, un monaguillo hace de atril sosteniendo con la cabeza un libro voluminoso.

En una de las puertas laterales, un hombre está vendiendo los periódicos, que efectivamente titulan contra la legalización. Otro, un indígena muy moreno, vestido de blanco y cintas de colores, toca el violín. Junto a la catedral hay un pequeño templo, que es la reconstrucción de la misión de Guadalupe, una más en el largo Camino Real de Tierra Adentro, y una estatua de Fray García de San Francisco, el fraile español que fundó la ciudad de El Paso. Hay muchos agentes de policía por la calle, y junto a los edificios públicos. Puede ser algo normal, pero también puede ser que las medidas de seguridad hayan aumentado en las últimas semanas: está en la ciudad el Chapo Guzmán, el sanguinario jefe del cartel de Sinaloa y uno de los principales responsables de los crímenes en Juárez. Espera en una cárcel de la ciudad su próxima extradición a los Estados Unidos.

Detrás de la catedral, entre un bullicio de gente que viene y va, está el mercado. Una nave cerrada de pasillos estrechos, con centros de flores y comidas, con remedios y ropas, con un altarcito de la Virgen de Guadalupe en el medio. Hay muchos puestos de estatuillas religiosas. Algunas son más altas de un metro, y la mayor parte son de una figura que desconcierta más que asusta, una calavera vestida con túnica, con una bola del mundo y una guadaña: la Santa Muerte.

Comemos en La Nueva Central, un local enorme en plena calle 16 de Septiembre. Hay muchas camareras sirviendo, y la mayoría de bastante edad. El lugar está lleno hasta los topes, sobre todo de familias con niños. Muchos hombres están sentados comiendo con el sombrero tejano. Entre el ruido de las conversaciones se cuela también el del espectáculo de la calle. Hay tanto colorido y tanta jovialidad en el ambiente, que parece mentira que estemos en una de las ciudades más violentas del mundo. Comemos unas excelentes enchiladas suizas, y me alivio del picante con sorbos rápidos de limonada con agua mineral.

Siguiendo la calle está el Museo de la Revolución. Ciudad Juárez fue varias veces sede de gobiernos provisionales de México. En esta ciudad se refugió dos veces el gobierno de Benito Juárez cuando la invasión francesa. También desde aquí tomó el poder Francisco Madero, cuando la Revolución consiguió echar al dictador Porfirio Díaz en 1911. Pancho Villa y su gente se movieron entre Ciudad Juárez y El Paso por aquellos días. El museo exhibe muchos objetos personales y fotografías de los protagonistas de la Revolución, que fue uno de los primeros hechos históricos a los que acudieron fotógrafos profesionales de todos los países, para contarla al mundo casi en directo.

A la vuelta, El Paso parece más aburrido, con menos color. No hay ni por asomo la vitalidad del otro lado, en sus calles ordenadas y rectas, en la limpieza de su centro urbano. En la terraza del hotel Índigo, junto al rumor de la fuente, vemos un hermoso y cálido atardecer. A la altura del tercer gin tonic Hendrick's, la conversación en un inglés demasiado rápido deriva en los recelos de muchos demócratas hacia Hillary Clinton, y las románticas aspiraciones de Bernie Sanders. A este lado se piensa en otras cosas, y Juárez se va diluyendo en la memoria a la misma velocidad que el hielo.


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