viernes, 3 de junio de 2016

Tulum, la ciudad maya frente a las aguas claras del Caribe

No es difícil llegar a Tulum, que es una de mis últimas y obligadas etapas, a menos que se rompa el autobús en el que se viaja. A diferencia de Chiapas, donde las carreteras de montaña y los bloqueos de huelguistas hacen los viajes imprevisibles, moverse por la península de Yucatán es sencillo, y además los transportes son baratos y efectivos. Salgo de Valladolid en un autobús de la compañía Oriente, con aire acondicionado moderado y muchos viajeros locales. Son apenas dos horas de trayecto, a través de selvas verdes y pueblecitos con puestos de comida en la carretera, con carteles plagados de errores. Paramos junto a las ruinas de Cobá, ya en el estado de Quintana Roo, para recoger a algunos mochileros. Y cuando queda un kilómetro para llegar al pueblo de Tulum, el autobús se avería de forma irreversible.


El cochero se ha manchado su camisa blanca y la corbata con el aceite negro del motor, y los viajeros se reparten bajo las sombras de los árboles para esperar al siguiente autobús. Por la carretera cruzan alegres turistas en bicicleta, en pequeños grupos, camino de los cenotes cercanos. Echo a caminar con la mochila a cuestas y enseguida me recoge un coche que me lleva al pueblo: una pareja de españoles que están recorriendo el Caribe mexicano.

Tulum Pueblo no tiene nada, sólo una avenida con pequeños restaurantes, que por la noche hacen demasiado ruido con sus músicas, y calles traseras de apariencia pobre, medio rotas y abrasadas. A poca distancia del mar, hasta aquí no llega la brisa, pero sí un sopor tropical que hace a todo el mundo cocerse en su propio sudor. Hay un paseo agradable de tres kilómetros, bien acondicionado y sombreado por árboles grandes, hasta la playa. La mayoría de la gente lo hace en bicicletas alquiladas, pero también hay un trasiego continuo de coches, furgonetas, motos, corredores, caminantes.

La playa es una línea blanca y continua de hoteles, diez kilómetros desde las ruinas mayas hacia el sur, hasta la reserva natural Sian Ka'an. Casi sin proponérmelo, he llegado caminando al mar que mira a Europa, he completado un trayecto entero de océano a océano. La arena es blanca y harinosa, y las aguas son de un azul limpio y tibio. Hay niños morenos bañándose, y extranjeras muy blancas tumbadas en hamacas de plástico bajo el sol. Los hoteles y clubes frente al mar son lugares para vacaciones de ensueño: cabañas con techos de cañas secas, pasarelas de madera que discurren entre la vegetación tupida, fuentes que corren, piscinas elevadas frente a la amplitud del mar, una línea inacabable de palmeras, hamacas de colores que cuelgan sobre la arena. En uno de los hoteles, sobresaliendo entre los árboles, hay una atalaya de madera, y desde arriba se ve el panorama completo: el mar que se está tornando gris, las palmeras azotadas por la brisa suave, la línea blanca azucarada de la playa, y hacia el otro lado el verdor de la selva densa, y el sol que empieza a difuminarse tras las nubes bajas.


Por la mañana hago el otro paseo, más corto, el que lleva hasta las ruinas. El yacimiento arqueológico de Tulum es muy pequeño, pero el hecho de estar pegado al mar crea una estampa de una belleza inigualable. La ciudad maya estaba amurallada por tres lados, y tenía salida al mar por el otro, a través de una caleta. Se conserva parte de la muralla, y restos de algunos templos y casas. El templo del Dios del Viento está sobre un corto acantilado de rocas grises, rodeado de vegetación y mirando a un mar azul turquesa. El otro monumento con vistas al mar es el castillo, más grande, sobre otro acantilado, separado del primer templo por una playa de arenas limpias adonde vienen a desovar las tortugas.

Hay otras estelas y palacios con columnas de piedra, y un sendero que baja hasta la otra parte de la muralla entre vegetación selvática, pero el principal atractivo del lugar son estos dos puntos que miran al mar. El agua es transparente cuando llega a la arena, turquesa alrededor de las rocas, azul a la altura en que navegan las barcas de pescadores y submarinistas. Hace un calor de miedo que sólo suaviza un poco la brisa marina. Las iguanas reptan sobre las paredes de los templos, o se esconden del sol bajo las palmeras. Las olas chocan contra los acantilados grises y se remansan en las playas blancas. En este rincón del Caribe hay una belleza especial que trasciende al paisaje y a la historia.

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