Cuando uno pasa muchos meses fuera de su país, no hay conversación más recurrente que aquella en la que se enumeran las cosas que más se echan de menos. Aparte obviamente de la familia y las amistades más cercanas, hay pequeñas cosas en las que casi todos los españoles coincidimos, vengamos de donde vengamos: que si el jamón serrano, que si el queso manchego, que si la tapa generosa con la cerveza. Además de la gastronomía propia, algunas otras cosas son palpables y seguras: los que se hayan puesto enfermos también habrán pensado algún momento en nuestro sistema sanitario, por ejemplo. Después están las preferencias personales, los detalles pequeños o grandes con los que uno identifica su país, su gente o su propia historia personal. Esto suele variar, desde un paisaje de playa o montaña a los olores de la primavera o del final del verano, la vitalidad ruidosa en las calles, el recogimiento del invierno, las fiestas populares, la entonación exacta y familiar de un acento. Yo siempre afirmo, con toda la seriedad con que se puede cargar la afirmación, que lo que más echo de menos cuando vivo fuera de España no es otra cosa que el Museo del Prado.
Cuando vivo en España, Madrid está a dos horas, y tampoco creo que lo visite más de cuatro o cinco veces al año. Pero está ahí, alcanzable, cercano, familiar, esperando como un viejo pariente al que se visita de tarde en tarde y de cuya conversación se sale siempre fortalecido. Porque en el Museo del Prado hay tantos viejos parientes que deambular por sus salas es como reconocer el trazado sinuoso de las calles de la infancia, de la propia historia personal, el largo trazado de una historia de familia.
Casi lo primero que visito cuando vuelvo a pisar el suelo patrio es el Museo del Prado. Antes incluso de abrazar a la familia más cercana, ya he subido al monte desde el que se divisa el Monasterio de El Escorial, con la ciudad de Madrid extendida al fondo, envuelta en calima; cruzado el Puente de Alcántara para subir y bajar las cuestas del centro histórico de Toledo; caminado por el barrio de las Letras, subiendo la arboleda de Recoletos hasta las puertas del Museo del Prado. Hace calor bajo los toldillos en los que hacemos cola para entrar. Como siempre, hay muchas caras y acentos extranjeros. Detrás de mí va a entrar una numerosa familia mexicana, que me pregunta por mi mochila voluminosa. Les digo que acaba de llegar de su país, y ellos me dicen que han vivido muchos años en Tijuana. Qué lejos queda ahora Tijuana.
Por muy pocos días he alcanzado a ver la exposición de las obras de Georges de La Tour, ese raro pintor francés del XVII medio olvidado. Obras luminosas y costumbristas, tocadores de zanfona, tramposos en los juegos de cartas, y una etapa de penumbra, de claroscuros, con austeras escenas religiosas a la luz de una vela. En la sala siguiente hay una curiosa exposición: Creado por el sol, una didáctica muestra sobre el primer libro de arte ilustrado con talbotipos, que editó el escocés William Stirling Maxwell en 1848, con las explicaciones del laborioso proceso de fotografía rudimentaria de copias de los cuadros del arte español a la luz del sol.
Después necesito muchas horas para reencontrarme con los amigos estáticos y pacientes del Prado. En el piso superior han agrupado una gran parte de la obra costumbrista de Goya: cartones para tapices que el pintor aragonés realizó en las últimas dos décadas del siglo XVIII para decorar aposentos reales, como El albañil herido, La era o el verano, El quitasol, La gallina ciega, y numerosas escenas de caza o de romerías en la pradera de San Isidro. Pero Goya está en todo el museo, y busco su autorretrato de hombre cansado, y la sensualidad colorida de las dos majas, la desnuda y sobre todo la vestida, y me paro un rato frente al gesto paciente y lúcido de Jovellanos, como si tuviéramos que reanudar una vieja conversación. En otra sala se despliega la rabia y la venganza maquinal de La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del 3 de mayo, y por fin doy con el retrato de un Goya más señorial, el que le hizo Vicente López. Después de un paseo breve por las pinturas negras sé que no he acabado: Francisco de Goya es infinito.
Viene después la necesidad de reencontrarse con Velázquez, la gran sala presidida por Las meninas siempre llena de gente repartiendo explicaciones, las salas dedicadas a sus bufones, a sus escenas mitológicas: la fuerza expresiva de los rostros y la anatomía masculina en El triunfo de Baco o en La fragua de Vulcano. La ironía histórica de La rendición de Breda, con sus lanzas y sus columnas de humo de fondo, y la grandiosidad espiritual y corporal del Cristo de Velázquez.
En la larga sala central, un recorrido por la mitología grecorromana, Rafael, Tiziano, Rubens. Frente a la sensualidad ampulosa de Las tres Gracias, echo de menos El rapto de Europa. Como también echo de menos el autorretrato revolucionario de Durero, también prestado, junto a sus impolutos Adán y Eva. Obras religiosas de El Greco, coloridas y alargadas hacia el cielo, y sobre todo sus retratos austeros de caballeros: El caballero de la mano en el pecho, la inteligencia cansada en el Retrato de caballero anciano. Y después Murillo, Zurbarán, Ribera, la rica y sufrida tradición católica de santos mártires.
En las salas dedicadas a pintura romántica, enormes cuadros conmemorativos de hechos históricos, están algunas de mis raras preferencias: vuelvo a estudiar cada rostro, cada gesto, en La rendición de Bailén, de Casado del Alisal, y en el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert. Y paso muy rápido por los paisajes románticos y realistas, por Sorolla, porque quiero llegar a la gran exposición de este año en el Prado: la que dedican al V Centenario de El Bosco. Saturado de horas de historia de la pintura, los trípticos de El Bosco me marean con su profusión de escenas caóticas y oníricas, adelantadas cinco siglos al surrealismo. Las salas están llenas de gente, que apenas se detiene ante los deliciosos dibujos a lápiz que han llegado de todos los museos del mundo, pero sí se agolpan frente a los trípticos. Las tentaciones de San Antonio, El jardín de las delicias, El carro de heno: cualquier imagen aislada produce un extraño vértigo, una desazón indefinible, como provocan siempre aquellas escenas que asustan porque no se comprenden del todo. Me prometo estudiar bien esta exposición antes de volver a verla con detenimiento durante el verano.
Porque también el Museo del Prado es infinito. Pero no hay mejor reencuentro para quien regresa de una larga estancia en el extranjero y quiere reconocer su país. Porque en el Prado está concentrada la Historia de España, la más negra y la más luminosa, explicada a través de colores y formas que se han ido forjando con el paso doloroso de los siglos. Lo bueno y lo malo que somos y tenemos está contenido en las salas de este edificio, y no encuentro mejor forma de entender la cultura de este país que visitando de vez en cuando a esta gente, reanudando el diálogo que la distancia interrumpió temporalmente. Cuando salgo del museo, muchas horas después, a la tarde tibia y luminosa de Madrid, seca y bulliciosa, pero tranquila, me cuesta sujetar la alegría de volver a sentirme en mi país.
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