miércoles, 3 de agosto de 2016

En el Camino, día 7: Logroño, La Rioja, parada y fonda

Como en las grandes vueltas ciclistas, la jornada de descanso es, sobre todo, de descanso mental, puesto que el cuerpo sigue en movimiento. Pero el cuerpo agradece el descargo, de kilos y de kilómetros, y vuelve a estar a punto para retomar el camino con garantías. La inflamación de los tendones baja, vuelve sin avisar la agilidad perdida, y con ella la confianza. Paseamos por Logroño como turistas ocasionales que se han levantado temprano y frecuentan librerías, heladerías, iglesias. Cruzamos el Ebro sobre el puente que deben cruzar los peregrinos para entrar a la ciudad. Unos cientos de metros antes, unos amigos han conversado con una mujer que lleva toda su vida levantándose temprano para recibir a los visitantes y marcarles la credencial, como ya hizo su madre, que los contaba con palitos porque no sabía escribir. En medio del patio del albergue hay una fuente cuadrada adonde los peregrinos refrescan los pies cansados. Muchas caras, gestos, frases, ya nos resultan tan familiares como si los hubiéramos estado compartiendo muchos años.

El paisaje del norte de España, con todas sus variedades geográficas, es hermoso en verano. La generosidad de los vecinos de los pueblos que el Camino de Santiago atraviesa, de los organizadores y voluntarios en los albergues para peregrinos, también lo es. Pero lo más valioso de este camino compartido es precisamente la camaradería instantánea que se crea entre la gente que accidentalmente se encuentra. Con edades diferentes, con diferentes motivos para hacer el camino, estados de forma, idiomas, costumbres dentro y fuera del camino. Y sin embargo tan cercanos en lo esencial: como en la Edad Media, como en cualquier época, como en la algarabía de un camino africano, unidos todos por un hilo de solidaridad y afecto natural que traspasa todas las diferencias.

Hay momentos impagables, destellos que van quedando en la libreta, en la suavidad del oído, en la memoria confusa de la retina. En un camino caliente de La Rioja, entre viñedos, una voz francesa de mujer me canta muy cerca, muy dulce, La vie en rose, mientras yo imagino a Edith Piaf en el París que ya fue. Unos chicos franceses empiezan a cantar una canción de la tierra de su madre, keniana: Jambo, jambo, bwana, / Habari gani, mzuri sana, y se me vienen a la cabeza las tardes felices en que escuché y canté esa canción en Tanzania. Un napolitano me enseña palabras de su dialecto, y prepara espaguetis con salsa con una paciencia que tiene tanto de amor a lo bien hecho. Una francesa nieta de españoles que me cuenta la emoción de la primera vez que fue a conocer el pueblo de sus abuelos, al que ha seguido yendo toda su vida. La catalana alta y guapa que viaja con su acuarela de bolsillo y va llenando de color y alegría su cuaderno. El señor francés que leía a Borges y que se encontró con un anciano misterioso en Pamplona que le regaló un reloj del siglo pasado y aún más misterioso, y que parecía sacado de El libro de arena. Un fotoperiodista catalán que va documentando el camino graba momentos de nuestra marcha, nuestro baño alegre en un río, una lucha entre italianos vestidos con cota de malla frente a una iglesia. Es un camino espiritual y también un camino espirituoso: el primer trago de cerveza con limón compartida, cada día, que sabe a gloria apostólica, el vino reposado de cada noche, bien conversado de una lengua a otra. Catalanes, italianos, franceses, castellanos, recorriendo el camino en un batiburrillo de lenguas y acentos como vinieron haciéndolo desde hace siglos. Con el orgullo de quien ha descubierto un tesoro y no puede esperar a contarlo, llevo uno a uno a varios italianos a la catedral de Logroño, detrás del altar, donde hay un óleo pintado en tabla por Michelangelo Buonarroti. Una muchacha del Véneto, casi una adolescente, con el cabello rubio recogido y una hermosa nariz romana, contempla el cuadro mientras dura la luz que ha encendido la moneda. Me emociono admirando el fervor con que esos ojos grises miran la imagen de Cristo crucificado, y a sus pies la Virgen, San Juan, la Magdalena, al tiempo que me explica con desenvoltura y conocimientos lo que ve, lo que siente, con la misma pasión con que a lo largo del camino me enseñaba la letra insuperable del himno partisano Bella ciao.


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