Salimos de Boadilla del Camino antes de que amanezca, y durante varios kilómetros coincidimos con el curso del canal de Castilla. Algunos ancianos han madrugado tanto como nosotros para pescar cangrejos. El canal desvía su curso en Frómista, donde han abierto las esclusas y el agua cae en chorros poderosos en dirección al sur. La iglesia de San Martín de Frómista, del siglo XII, es un ejemplo capital del románico español. El sol aún pega lateral en sus paredes de piedra limpia y una de sus dos torres, dándoles una tonalidad de miel. Hace frío, y seguimos adelante por un camino recto junto a la carretera. Pasamos por Población de Campos, y después se nos cruza un rebaño de ovejas que avanza sobre el camino y la carretera. En Revenga de Campos están de fiestas en honor a San Lorenzo: algunos hombres visten de blanco con pañuelos rojos, otros dos con trajes de peregrinos medievales ofrecen generosamente sopa de ajo y un trago a la bota de vino, bajo un simpático cartel: Peregrino, con sopas de ajo se anda mejor el camino. En la iglesia del pueblo conversamos con un señor que nos explica el triste proceso de despoblación de la España rural que nunca acaba: es esa España que no vemos y que se nos va quedando vacía. La recta continúa sobre campos amarillos, pasando por Villarmentero de Campos y después por Villalcázar de Sirga, que tiene una hermosa iglesia románica de la que habló Alfonso X el Sabio en sus Cantigas. He pasado un rato caminando solo, llevado por el viento, y necesito un poco de descanso y reflexión en el templo. Pero me piden dinero por entrar, y tomo la decisión de muchos católicos que he encontrado en el camino: no pasar a las iglesias en las que exijan dinero por pasar. De paso, decido también no parar a comer ni dejar un euro en el pueblo, y casi una hora después entro orgulloso y agotado en las calles de Carrión de los Condes.
Carrión de los Condes es uno de los pueblos más bonitos de todo el trazado jacobeo. La iglesia de Santa María del Camino, del siglo XII, de nave estrecha y columnas anchas, con un retablo recargado, tiene el ambiente ideal para el descanso del peregrino. Al atardecer dan una misa con las puertas abiertas, y el sol que baja va metiendo su luz dorada por la nave hasta rozar el altar. En una calle hay una placa que recuerda que aquí nació Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, primer poeta castellano en utilizar el soneto. En el Museo de Santiago disfrutamos de una gran colección de arte sacro, el que ha sobrevivido a los expolios y robos en las iglesias y ermitas desprotegidas de la zona, y también de unas vistas panorámicas del pueblo desde lo alto de la torre.
Por la mañana aún nos da tiempo de ver otro gran convento a las afueras del pueblo, el Monasterio de San Zoilo, antes de cruzar el río e iniciar otra larga recta mesetaria de 26 kilómetros. Sin fuentes ni otro horizonte que el campo raso llegamos cansados a Calzadilla de la Cueza para almorzar y sentarnos al sol, a la hora de la primera cerveza. Aún queda un tramo largo hasta Lédigos y luego hasta Terradillos de los Templarios, donde nos detenemos. El albergue lleva el nombre de Jacques de Moley, el fundador de la orden templaria. La tarde tiene sesión de yoga sobre la hierba y tatuajes de henna, y la noche la última cena con una familia francesa con la que hemos compartido varias etapas y que mañana vuelve a casa. La familia, los padres y cuatro hijas que parecen ángeles rubios de ojos azules, hace cada año un tramo del camino, desde Francia, y el año que viene llegarán a Santiago. Bajo las lágrimas de San Lorenzo, estrellas fugaces perezosas, tomamos las últimas botellas de vino y las guitarras italianas vuelven a calentar la noche fresca de agosto.
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