miércoles, 13 de julio de 2016

Aviñón, la ciudad de los papas y el teatro

Arterias descomunales de agua azul bajan por los valles de los Alpes. Tres de ellas vienen a reunirse frente a la ciudad de Aviñón (Avignon), en la Provenza, para salir de la ciudad como un solo río oceánico. La ciudad conserva su muralla medieval, que llega hasta la orilla del río. Accedemos a la ciudad caminando desde la isla de la Barthelasse, atravesando un puente desde el que se contempla la grandiosidad monumental de la ciudad: las murallas, las torres de los palacios papales que descuellan entre los árboles y las construcciones bajas, los restos del viejo puente de piedra que ahora sólo llega hasta la mitad del río y sirve de paseo a los turistas, las aguas que fluyen a un paso pavoroso y, detrás del verde inacabable de los bosques, la cima pelada del Mont Ventoux.

Hay en la ciudad, por todos lados, una inundación colorida de carteles. En los muros de los puentes, colgados de las señales de tráfico, abrazando los bolardos de las aceras, tapando las verjas de jardines, fachadas enteras hasta el suelo. En julio se celebra en Aviñón un festival de teatro en el que participan centenares de compañías, y entre todas llenan la ciudad de colores, títulos, imágenes, vida. Además, se anuncian de formas aún más llamativas: los propios actores recorren durante el día las calles de la ciudad, caracterizados como los personajes de sus obras, anunciándose y bromeando con los paseantes: un oso con bombín saluda desde lo alto de un Citroën 4L; una pareja a lo Indiana Jones va cantando por un megáfono seguida de gorilas y tarzanes; un hombre desnudo sujeta con una mano un cartel y con la otra una caja de madera que le cubre la cintura; varios Hamlet, hombres y mujeres, con calaveras en las manos, recitan versos en varios idiomas entre la gente que está sentada en las terrazas de los bares; un muchacho toca la guitarra sobre el techo de un Volkswagen 600.

La ciudad es un hervidero de vida y de color. Una tarde buscamos entre las calles intrincadas y pedregosas del centro una iglesia, la del convento de los Celestinos, en cuyas salas se exponen esculturas y se celebra un recital poético. Mientras los poetas declaman, un auditorio de gente recostada en cómodas hamacas llena la nave central. El ábside es una librería de estanterías bajas, entre las que nos cruzamos con Maria de Medeiros, que ha participado en el acto. Las pequeñas plazas repartidas por todo el casco histórico, las avenidas que llevan al centro, la plaza principal, todo el espacio está ocupado por gente que camina o se ha sentado en las terrazas. Frente al Palacio de los Papas hay una explanada enorme con vistas al atardecer dorado de los bosques. Hay malabaristas, mimos, gente reunida en círculos debatiendo sobre política. En los miradores que llevan a los jardines papales están apostados varios soldados con fusiles, vigilando al gentío. Y desde los jardines hay vistas panorámicas a la ciudad, a los bosques, a los Alpes, al Ródano que baja imparable.

Por las noches Aviñón sigue igual de viva. Los viandantes y las bicicletas siguen cruzándose por las calles empapeladas de carteles, entre las piedras medievales, bajo una luz amarilla como de candiles. Hay tantos rincones encantadores, arcadas de piedra, claustros abiertos de iglesias donde pequeños grupos tocan el violín o recitan poemas. Bebemos unas cervezas en un banco del patio de un monasterio, que ahora es biblioteca, bajo unos olivos centenarios, mientras van sucediéndose cantantes y monologuistas sobre una tarima. Otro rincón sabroso que encontramos inesperadamente al doblar una esquina es el lugar donde estuvo el convento de Santa Clara, que hoy es también escenario para representaciones teatrales. En esta esquina los ojos de Francesco Petrarca vieron por primera vez a Laura en la primavera de 1327.

Por aquellos años, entre 1309 y 1377, los papas abandonaron Roma para instalarse aquí, en esta ciudad provenzal fortificada a la orilla del Ródano. Hoy es una joya para los amantes de la cultura y el arte, de la buena vida. También de la naturaleza: la isla de la Barthelasse está justo enfrente, rodeada por los dos brazos del Ródano. En vez de haber permitido edificar ese espacio, toda la isla es territorio de cámpings, un gran espacio verde de caravanas y tiendas de campaña. Se llega caminando al centro, cruzando un puente, en 15 minutos, pero también hay un barquito que transporta gratis a los visitantes de una orilla a la otra. Hay un trompetista ensayando en la orilla cuando cruzamos, y dos hombres pescando en una barquita junto al antiguo puente cortado.

Una noche televisan las semifinales de la Eurocopa de fútbol, y Francia le gana con justicia a Alemania, y todas las plazas están llenas de gente alegre, de camisetas azules, de banderas tricolores. Los coches pitan y los muchachos vociferan mientras cruzamos el puente de vuelta, sorprendidos por carteles que no estaban ayer, contagiados de la alegría tranquila de los franceses. Con la botella de vino aún sin destapar en la mano, es un gusto caminar hacia la isla, sentir el fresco de la noche de verano, el rumor y la fuerza del agua negra del Ródano, la presencia oscura y no tan lejana de los Alpes.

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