martes, 5 de julio de 2016

He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas

Entre las cosas más emocionantes que me han pasado en la vida está haberme parado, una tarde ardiente de julio, frente a la tumba de Antonio Machado en Collioure. "Murió el poeta lejos del hogar", dice Serrat, "le cubre el polvo de un país vecino". Hasta el otro lado de la frontera llegaron los pasos cansados de Machado, haciendo camino al andar junto a miles de españoles que huían para siempre de su tierra violenta y malagradecida. Hasta aquí llegó sin tener, literalmente, donde caerse muerto, y aquí el pueblo de Collioure les levantó a él y a su madre una modesta lápida de piedra gris hace 77 años, junto a la puerta del cementerio que hoy se ha quedado en medio de la ciudad, a sólo unos pasos del mar Mediterráneo.

Para llegar hasta allí recorremos la carretera que va bordeando la costa. La misma que recorrieron a pie o con carros precarios cientos de miles de españoles refugiados en el invierno de 1938 y 1939, cuando caía Barcelona y la República Española se desmoronaba. Unos días atrás, en una calle de Figueres, unas señales indicaban la ruta que siguió aquella gente atravesando la ciudad, y en las paredes unos grafitis reproducían el rostro de García Lorca, con unos versos suyos, y una mención a otros refugiados más cercanos, los de las guerras de ahora mismo.

Los pueblos de la costa gerundense son hoy enclaves tranquilos, de paredes blancas, con turistas silenciosos, adormecidos a ras de agua. En Port de la Selva hay una playa con arena, modesta y acogedora, y las playas siguientes ya son todas de guijarros pulidos y grises. En las pequeñas bahías de Colera el agua es tan clara que casi desde la misma orilla se aprecian con nitidez asombrosa los bosques submarinos de posidonia, los peces que juguetean alrededor. El tren que lleva a la frontera pasa con parsimonia sobre un puente elevado sobre el recinto del cámping. Estando de cámping en la provincia de Gerona (Girona), no puedo evitar acordarme de Roberto Bolaño. Exiliado de los horrores de Chile y México, acabó haciendo la vendimia en Francia y trabajando en cámpings un poco más al sur, al tiempo que escribía con terca desesperación las novelas electrizantes que lo harían tan reconocido después de muerto.

Subiendo desde Colera, atravesando túneles y curvas peligrosas, se llega a Portbou, el último pueblo de España, la terminal de los trenes a este lado de los Pirineos. La estación de tren es un edificio portentoso, con más pasado que presente, como un gigante abandonado. También hay una playa de piedras grises, calas entre las rocas donde la gente toma el sol, aguas claras y frías. Una calle en cuesta lleva al diminuto cementerio, donde está enterrado el filósofo alemán Walter Benjamin, y junto al que desciende un monumento conmemorativo que es una pasillo de acero que se dirige al mar. Walter Benjamin cruzó desde Francia por los caminos del monte, en 1940, junto a un grupo de judíos alemanes, que ahora huían de la Francia ocupada por los nazis. Perseguido por la Gestapo, enfermo, dolido por el derrumbe del mundo, retenido por la policía española, no aguantó como otros compañeros refugiados, que sí consiguieron llegar a Lisboa y de allí a los Estados Unidos, y se suicidó en un pensión de Portbou con una dosis alta de morfina.

El camino contrario habían hecho Antonio Machado y otros cientos de miles de españoles un año y medio antes. En un par de curvas de la carretera elevada sobre el mar cruzamos la frontera sin darnos cuenta. A un lado del camino está la vieja aduana, un edificio medio ruinoso y pintarrajeado. Qué fácil, qué orgullo agradecido el de poder vivir en un continente sin fronteras, sabiendo además lo recientes que están las heridas. Y qué triste que no hayamos entendido que hoy se siguen trazando nuevas rutas de refugiados de las guerras, con muertos jalonando el camino, tan parecidos a los nuestros de entonces.

Una vez que entramos en Francia, desde la misma frontera, empieza una sucesión de viñedos que ya no acabará nunca. Estos parrales son hermosos y relucientes en las montañas frente al azul del mar, coronando acantilados vertiginosos. En un mirador paramos a divisar la última costa española, cortados de piedra, el Mediterráneo azul y quieto, surcado por barquitos a motor. En una caseta nos ofrecen gratis una degustación de vino rosado de Collioure.

Atravesamos Cerbère (Cervera), el último pueblo francés, hasta donde, al igual que en el otro lado, llega la terminal de trenes. Los pueblos franceses de la costa tienen una uniformidad coqueta y limpia: playas tranquilas, puertos deportivos, casas ordenadas, fachadas blancas, tejados anaranjados. Llegamos a Collioure. En su nombre está contenida la palabra occitana o catalana "lliure": libre. En 1905 Henri Matisse pintó una serie de cuadros inspirados en las vistas del pueblo, Los tejados de Collioure, cuyas reproducciones de vivos colores están colocadas en las paredes, frente a las vistas en que se inspiró. Machado llegó en las primeras semanas de 1939, con su madre, con algunos amigos, después de haber atravesado los helados confines de los Pirineos entre miles de refugiados que huían de España a la desesperada.

Muchos de ellos acabaron en el siguiente pueblo, Argèles-sur-Mer, en campos de concentración habilitados en las playas. Hoy estas playas son agradables lugares de veraneo. Collioure es una ciudad preciosa, con torres y castillos frente al mar, playas de aguas cristalinas, calles limpias, floridas, llenas de galerías de arte, restaurantes junto al agua, parques de altas sombras. En el mismo centro, en un lugar adonde llega la brisa marina, está el pequeño cementerio. Hay pocas tumbas, mucha sombra, y junto a la puerta está la lápida de Machado y su madre, que le sobrevivió tres días en la pobre pensión adonde fueron a caer. Es una tumba sencilla, con un busto del poeta, jarrones con flores, un pequeño cuadro de homenaje con palabras en francés y los colores de la bandera republicana. Alguien ha dejado unos libritos de poesía sobre la lápida, por los que corretean grandes hormigas. También han dejado un dibujo sobre un caballete diminuto, con los últimos versos que encontraron en la chaqueta de Machado, el último comienzo de poema: "Estos días azules / y este sol de la infancia".

Tanto hemos aprendido de Antonio Machado, de nuestro país y de nuestros propios sentimientos a través de sus versos, que resulta honroso y emocionante visitar este lugar. Del mismo modo que uno se emociona visitando otros lugares machadianos, los campos de Soria o el instituto de Baeza donde dio clase aquel modesto profesor de francés. Sobre la tumba se leen también en una baldosita los últimos cuatro versos de su poema "Autorretrato": "Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar". Así fue, y así es que el poeta y su palabra siguen vivos, casi un siglo después, y con tanto por enseñarnos, en nuestras clases de literatura, en cada rincón donde alguien agarra uno de sus libros para entender mejor el mundo, para empezar a hacer camino, el camino que se hace al andar. Él lo había resumido en un verso: "Hoy es siempre todavía".


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