sábado, 30 de julio de 2016

En el Camino, 3: De Larrasoaña a Cizur Menor, pasando por Pamplona

Cruzamos de nuevo el puente de los Bandidos y dejamos atrás Larrasoaña. Los senderos suben y bajan entre bosques, siguiendo el curso de río Arga, bordeando aldeas, Akerreta, Zuriain, Irotz, Zabaldikia, Arleta, hasta que cerca de Villava el verde empieza a mezclarse con campos de cereal recién cosechado. Se entra a Villava (Atarrabia), por un puente de piedra, junto al que el río cae en cascadas sucesivas. Éste es el pueblo de Miguel Induráin, y me figuro que los cerros que acabamos de bajar serían los primeros que el ciclista subiría de niño. Por lo demás, atravesamos la calle Mayor y no hay ninguna señal visible de que el mejor ciclista de la historia de España naciera y haya vivido aquí toda su vida. Ha comenzado la etapa urbana: Villava y Burlada están separados por una calle, y casi sin transición entramos en Pamplona, salvando la muralla por la Puerta de Francia.

Pamplona es una ciudad pequeña, limpia, acogedora. Las fachadas son coloridas, y además de flores hay consignas políticas por todos los balcones. La fachada de la catedral es sobria, con columnas neoclásicas. Frente al altar hay unas estatuas de alabastro tendidas: aquí está enterrada la larga dinastía de los reyes de Navarra. Está acabando la misa, y el sacerdote canta en latín para diez personas que ocupan la primera fila. Como en una película italiana en blanco y negro, se ven monjas de hábitos blancos por la calle. La plaza del Ayuntamiento, donde empiezan las celebraciones de San Fermín, es diminuta. Recorremos las calles Mercaderes y Estafeta siguiendo el trazado de los encierros, hasta la plaza de toros, hasta la estatua dedicada a Ernest Hemingway. En la espaciosa plaza del Castillo buscamos los lugares del escritor norteamericano: el hotel La Perla, adonde se alojaba, siempre en la habitación 217, y el bar Iruña, que conserva la decoración barroquista y burguesa de ciudad de provincias de principios del siglo XX. En una terraza me encuentro a un señor francés que lee a Borges en edición bilingüe mientras toma café; es el mismo que me recitó a Góngora en español en lo alto del Pirineo. Me recomienda una pastelería al peso de la calle Estafeta, Beatriz, adonde probamos los mejores dulces que podría desear un peregrino.

Atravesamos la antigua ciudadela, que es ahora un parque con exposiciones culturales, y después la universidad, el río Sadar, y al final de una cuesta estamos en Cizur Menor. A la entrada del pueblo está el albergue, que pertenece a la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, la Orden de Malta. Enfrente hay una pequeña iglesia románica, un oasis de frescura en la tarde ya ardiente, con una acústica perfecta. Una chica francesa está cantando, caminamos descalzos entre los bancos, junto al altar. Me recuesto ente los cojines de un sillón junto a la puerta, y en el frescor del templo, arrullado por el canto y los gorjeos de los pájaros que se cuelan por el portón, me quedo dormido.

21 kilómetros.

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