El otro día conté algunos detalles
sobre lo conflictiva que empieza a ser la celebración del Día de Colón (Columbus Day) en algunos lugares de los
Estados Unidos. Ya expliqué que es sobre todo una celebración italoamericana,
pero el problema de fondo viene de una legítima interpretación indígena de los
siglos de conquista, sometimiento y genocidio. Durante estas semanas se celebra
también aquí el Mes de la Herencia Hispana (Hispanic
Heritage Month), que además de los desfiles en Nueva York del 12 de octubre
comprende otros muchos actos a lo largo del país, con campañas publicitarias
incluidas, en prensa y televisión, donde personajes famosos exhiben su “orgullo
latino”.
Ninguna palabra es inocente, y es
difícil discernir qué se quiere decir cuando se dice Hispanic o las mucho más usuales Spanish o Latino, que casi siempre vienen a ser sinónimas. Yo, que
soy español, natural de España, no sé muy bien en qué categoría incluirme, si es que entro en
alguna. Pero a este paso tampoco sabré cómo calificarme dentro de mi propio país,
y sobre qué pecados históricos tendré yo que pedir perdón, y a quién.
Porque la relación tormentosa de
los españoles con su Historia reciente tampoco nos permite juzgar con
inteligencia y mesura nuestra Historia anterior. En los medios españoles leí
con estupor que alcaldes de ciudades importantes se negaban a celebrar el Día
de la Fiesta Nacional porque es “la celebración de un genocidio”. No soy de los
que observan religiosamente el desfile militar ni se emocionan con el ondear de
la bandera, pero en buen castellano eso es mezclar el culo con las témporas.
España celebra ese día su Fiesta
Nacional porque es una fecha simbólica, en la que ocurrió un acontecimiento que
revolucionó la Historia Moderna, con mayúsculas, y en el que estaban implicadas
gentes de nuestra Península, de nuestro sur de Europa. Y es una fecha que nos
vincula irremediablemente a nuestros países hermanos, a esos que aquí llaman Spanish o Latinos, en lengua y cultura, con los que llevamos mezclándonos en
un continuo trasiego de ida y vuelta desde hace 500 años. Construyendo con
vaivenes históricos eso que, con debilidad de espíritu, llamamos Hispanidad.
Porque el problema que tratamos
al llegar estas fechas, como en cualquier otra fecha en que salga a la calle la
bandera nacional, aparte de los partidos de fútbol, claro, es otro problema de
fondo. Es un problema de identificación con la comunidad, o más bien de falta
de conciencia de comunidad. Y las fechas y los colores de las banderas no son
más que excusas. No hubo menos sangre a partir del Motín del Té en el puerto de
Boston el 4 de julio de 1776. Y qué decir del 14 de julio de 1789 en los
alrededores de la cárcel de la Bastilla, en París, y la que se montó en muy pocos
años bajo el hermoso lema de Liberté,
Égalité, Fraternité. O desde el 2 de mayo de 1808 en Madrid. Y qué decir de
los supuestos genocidas George Washington, Abraham Lincoln, Benjamin Franklin,
Napoleón Bonaparte, a quienes nuestros míseros Colón, Hernán Cortés o Francisco
de Orellana no llegarían ni a la suela del zapato.
Hace 25 años hizo Ernesto Sabato
un bello desmentido de la “leyenda negra” que otras potencias europeas se
han empeñado en mantener sobre la Historia de nuestro país, que ya es
turbulenta sin añadidos sensacionalistas. Y en un momento se detenía el
escritor argentino en ensalzar lo que nos une, lo que hemos venido a ser unos y
otros, “los ibéricos, los indios y los africanos”, a ambas orillas del
Atlántico: mezclados en “complejísimos
procesos de la fusión y el mestizaje, dejando de ser lo que habían sido, en
usos y costumbres, religión, alimentos e idioma, produciendo un nuevo hecho
cultural originalísimo. No como en la América anglosajona o en el coloniaje
europeo de África y Asia, donde hubo simple y despreciativo trasplante”.
Me parece una
actitud infantil, o desinformada o interesada, flagelarse vinculando a los
españoles de hoy con la peor “leyenda negra”. Somos todos herederos de esa
cultura híbrida, que con la resaca de los siglos nos sigue dejando más
elementos de unión que de resentimiento. En España o en los Estados Unidos, no
dudo en presentar como propias de mi cultura dos cosas de origen peruano por
las que siento y transmito pasión: la tortilla de patatas y la prosa de Mario
Vargas Llosa. Y lo mismo con cosas tan americanas y tan propias como el pisto manchego, el chocolate, los poemas del chileno Neruda o del nicaragüense Rubén Darío, o los boleros o el cine argentino. “Aceptemos, pues, la
historia como es, siempre sucia y entreverada, y no corramos detrás de
presuntas identidades”, dice Sabato.
Hay voces que
reclaman que se cambie la fecha de la Fiesta Nacional. Pero siento que si
cambiáramos la fecha habría otras excusas para desdeñarla. ¿Cuál es la fecha
adecuada para una celebración civil, para una fiesta que simplemente celebre la
convivencia pacífica y la integración en una comunidad?
A fin de cuentas los españoles
del siglo XXI tendremos que levantarnos un día de la mesa y sacudirnos el polvo
histórico, para vivir sin más complejos que los de cualquier ciudadano de un
país moderno normal. Porque ser español, con o sin bandera en el balcón, no es
ser un genocida ni un centralista ni un fascista. Ser español hoy en día es
pertenecer a una comunidad con un sistema sanitario modélico, a pesar de todo.
Con un servicio de trasplantes generoso y efectivo, por ejemplo. Con el orgullo
de haber integrado en nuestra sociedad leyes que nos igualan en dignidad, como
la ley del matrimonio homosexual, antes que otros. España es un país donde todavía te
pueden robar un banquero o un alcalde, pero también un país donde se puede
confiar en la Guardia Civil o en los servicios médicos, por ejemplo. Y donde nadie anda a tiros con su vecino, a pesar de todo. Con tanto por mejorar, y al mismo tiempo con tanto por enseñar al mundo.
Me pregunto
cuántos siglos más de expiación deben sufrir los que nazcan en la Península
para no tener que andar por el mundo lavándose la vergüenza de su origen. No sé si necesitaremos otra bandera, otros políticos, o simplemente otra educación, otra actitud. ¿Se podrán utilizar las palabras "orgullo" y "español" en la misma frase, sin que a uno lo acusen de ser lo que no es? Antonio Banderas, un español insigne que vive en los Estados Unidos, hizo el pasado julio un emotivo discurso, en la gala de premios Platino de Cine Iberoamericano, a propósito de lo que nos une a todos los que hablamos español aquí y allá, a propósito de esa cultura multiforme y pujante de la que los españoles somos una parte fundamental. "Efectivamente, sin enfrentamientos, con el corazón abierto, con la curiosidad por bandera y con la idea clara de que, aunque todos amamos a nuestros países de origen, podemos sin duda abrazar la idea de lo latino y el orgullo de sentirse hispanos", dijo el actor malagueño, antes de citar unas palabras de Don Quijote, en quien tanto compartimos. Y vale tanto para nuestro idioma, para nuestra comunidad grande latina, cono para nuestro propio país: "Nadie nos valorará si no lo hacemos nosotros primero".
Completamente de acuerdo contigo. Hay que leer mucho y viajar mucho, como decía Cervantes, para que esa identidad aflore, porque ya sabes que no es fácil desprenderse de esa capa rancia que se sigue añadiendo al término español, que algunos quieren adueñarse. Felicidades por el post, es un placer leerte.
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