jueves, 1 de octubre de 2015

University of California Berkeley

Borges coloca al clérigo y filósofo irlandés del siglo XVIII George Berkeley al frente de su Introducción a la literatura norteamericana. “Como frontispicio […], a título de justo homenaje”, dice el autor argentino. Y cita un poema del filósofo en el que explica que los imperios van, como el sol, del oriente al occidente, y que el último gran imperio sería el de América, que por aquellos días nacía. George Berkeley fue un filósofo idealista, empirista en la línea de John Locke, precursor de David Hume. Dejó una cátedra en Dublín para fundar una escuela para colonos en las islas Bermudas, y en algún momento compró una plantación y esclavos en Rhode Island, antes de volver a Inglaterra e Irlanda.

         En 1868, al otro lado de la gran nación que había crecido exageradamente hasta el océano Pacífico, dos colegios de estudios superiores se unieron para formar uno solo en Oakland, frente a la ciudad de San Francisco. Era el comienzo de lo que sería una de las universidades más importantes del mundo: la Universidad de Berkeley. Le pusieron ese nombre también como homenaje al filósofo irlandés. Hoy pertenece al sistema de universidades públicas del estado de California, y su nombre oficial es University of California Berkeley. La universidad acabó dando nombre a la ciudad, que se extiende en torno a ella, hacia las laderas que miran a la Bahía y a San Francisco, como una continuación refinada de Oakland.

   
      La universidad está integrada en la ciudad, o viceversa. Se pasa de las calles concurridas y plenas de restaurantes y tiendas al campus con sólo cambiar de acera. En la entrada principal, que es como la entrada a un gran parque con árboles gigantes, hay una esfera de bronce, con engranajes y otra esfera dentro. Es una réplica de la Sfera con sfera que se encuentra en el Vaticano, y ofrece muchas interpretaciones.

         El campus está en continuo movimiento. Cientos de jóvenes vienen y van a cualquier hora, subiendo sus suaves lomas por los senderos de asfalto, comiendo o jugando a lanzarse platos voladores en los grandes prados de césped. Hay gentes de todo el mundo, pero sobre todo hay rostros asiáticos. Muchos jóvenes llevan camisetas moradas, con el nombre de la universidad. Me doy cuenta de que en Estados Unidos es muy importante la idea de pertenencia, que es preciso hacer pública la identidad a la que se pertenece. Todo el mundo comparte este universo de símbolos. Muchas de estas camisetas o sudaderas lo explican todo simplemente con el color morado y las letras amarillas que dicen Cal.


         Cada hora suena el reloj del Campanile, que es el edificio más emblemático de la Universidad. Una mañana tenemos la gran suerte de subir y que enfrente, hacia la anchura inmensa de la Bahía y de San Francisco, haya una claridad plena. Ni rastro de las famosas brumas y nieblas que cubren la ciudad. Hay una luz nítida que nos permite ver los bosques de la parte de atrás, ver extenderse la ciudad de Oakland a la izquierda, la Bahía al frente, las torres de San Francisco y, al fondo, el Golden Gate Bridge.

Cruzo a las doce junto al Campanile y, tras la alegría de campanas como de iglesia de ciudad provinciana, sigue la música del carillón, de una melancolía barroca, que se alarga veinte minutos. Sigo escuchando las notas tristes del concierto que sucede a cien metros de altura mientras atravieso los bosques de secuoyas rojas del campus, y de repente la música se endulza al confundirse con la de dos muchachas que ensayan con sus violines en uno de los senderos. En uno de los paseos nocturnos por el campus, entre los bosques oscuros de secuoyas y pinos, son ruidos de tambores los que se suman a las campanas, jóvenes que ensayan danzas y otros que se retiran a un rincón para practicar yoga.

         En el edificio de Químicas hay una pared con decenas de retratos de los premios Nobel que salieron de la Universidad. La mayoría de ellos en las disciplinas de Medicina, Química o Física, como Julios R. Oppenheimer, padre de la bomba atómica. En total han sido 72 premios Nobel, pero también 18 premios Turing. Incluso, en otras disciplinas bien distintas, 11 premios Pulitzer y 20 premios Oscar.

Siempre que pensaba en Berkeley, antes de venir aquí, me venía a la cabeza Julio Cortázar. El escritor argentino dio un curso en esta universidad en el otoño de 1980. Con 66 años, se alejó unos meses de París y de Europa y del mundo con el que quería romper, y se instaló frente a la Bahía de San Francisco con Carol Dunlop. Preparó sus clases magistrales sobre aspectos del cuento, de la narrativa y de su propia obra, y atendió a los alumnos en su despacho por las mañanas. Gracias a que algún alumno grabó esas clases, en 2013 se pudo publicar su contenido: Clases de Literatura. Berkeley, 1980, editadas por el experto en su obra Carles Álvarez. Él mismo dice que “esas clases en Berkeley serán para Cortázar el último momento feliz de su vida”. Dos años después Carol Dunlop enfermó y murió, y en 1984 falleció el propio Cortázar.

Pienso en él mientras escribo desde una de las largas mesas de madera recia de la biblioteca. Tiene dos salas formidables, alargadas, de techos altos como los de un templo. En la sala en que estoy el techo es de artesonado, y a lo largo de las paredes, en lo alto, están escritos los nombres de grandes sabios de la Historia. En la sucesión GUTENBERG, ERASMUS, MACHIAVELLI y SHAKESPEARE, está escrito el nombre de CERVANTES. Hay enormes ventanales verticales por los que entra una luz blanca y entera, arcos de mármol que comunican las salas de la biblioteca con los pasillos, relojes con agujas doradas, estanterías que cubren las paredes con libros gordos y antiguos, revisteros con publicaciones de todo el mundo. Hay un cuadro de George Berkeley y hay otro mucho más grande de George Washington a caballo, espada en alto, comandando a sus tropas en la batalla de Monmouth.

Y hay sobre todo silencio. Un silencio amortiguado por los mínimos movimientos que pueden hacer los cientos de personas que ocupan las mesas, algunos con auriculares, el deslizarse de las sillas recias, el pasar de las hojas, el teclear de las computadoras, el botón de una lamparita que se enciende, las mochilas o los patines o las botellas de agua que se dejan quedamente en el suelo. Al salir reparo en el mensaje escrito en grandes mayúsculas sobre el dintel de una de las puertas: LEGE BIEN, SAECLA VINCE.

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