Borges coloca al clérigo y filósofo irlandés del siglo XVIII George
Berkeley al frente de su Introducción a
la literatura norteamericana. “Como frontispicio […], a título de justo
homenaje”, dice el autor argentino. Y cita un poema del filósofo en el que
explica que los imperios van, como el sol, del oriente al occidente, y que el
último gran imperio sería el de América, que por aquellos días nacía. George
Berkeley fue un filósofo idealista, empirista en la línea de John Locke,
precursor de David Hume. Dejó una cátedra en Dublín para fundar una escuela
para colonos en las islas Bermudas, y en algún momento compró una plantación y
esclavos en Rhode Island, antes de volver a Inglaterra e Irlanda.
En 1868, al
otro lado de la gran nación que había crecido exageradamente hasta el océano
Pacífico, dos colegios de estudios superiores se unieron para formar uno solo
en Oakland, frente a la ciudad de San Francisco. Era el comienzo de lo que
sería una de las universidades más importantes del mundo: la Universidad de
Berkeley. Le pusieron ese nombre también como homenaje al filósofo irlandés.
Hoy pertenece al sistema de universidades públicas del estado de California, y
su nombre oficial es University of
California Berkeley. La universidad acabó dando nombre a la ciudad, que se
extiende en torno a ella, hacia las laderas que miran a la Bahía y a San
Francisco, como una continuación refinada de Oakland.
El campus está
en continuo movimiento. Cientos de jóvenes vienen y van a cualquier hora,
subiendo sus suaves lomas por los senderos de asfalto, comiendo o jugando a
lanzarse platos voladores en los grandes prados de césped. Hay gentes de todo
el mundo, pero sobre todo hay rostros asiáticos. Muchos jóvenes llevan
camisetas moradas, con el nombre de la universidad. Me doy cuenta de que en
Estados Unidos es muy importante la idea de pertenencia, que es preciso hacer
pública la identidad a la que se pertenece. Todo el mundo comparte este
universo de símbolos. Muchas de estas camisetas o sudaderas lo explican todo
simplemente con el color morado y las letras amarillas que dicen Cal.
Cada
hora suena el reloj del Campanile, que es el edificio más emblemático de la
Universidad. Una mañana tenemos la gran suerte de subir y que enfrente, hacia
la anchura inmensa de la Bahía y de San Francisco, haya una claridad plena. Ni
rastro de las famosas brumas y nieblas que cubren la ciudad. Hay una luz nítida
que nos permite ver los bosques de la parte de atrás, ver extenderse la ciudad
de Oakland a la izquierda, la Bahía al frente, las torres de San Francisco y,
al fondo, el Golden Gate Bridge.
Cruzo a las doce junto al Campanile y, tras la alegría de campanas como de iglesia de ciudad provinciana, sigue la música del carillón, de una melancolía barroca, que se alarga veinte minutos. Sigo escuchando las notas tristes del concierto que sucede a cien metros de altura mientras atravieso los bosques de secuoyas rojas del campus, y de repente la música se endulza al confundirse con la de dos muchachas que ensayan con sus violines en uno de los senderos. En uno de los paseos nocturnos por el campus, entre los bosques oscuros de secuoyas y pinos, son ruidos de tambores los que se suman a las campanas, jóvenes que ensayan danzas y otros que se retiran a un rincón para practicar yoga.
Cruzo a las doce junto al Campanile y, tras la alegría de campanas como de iglesia de ciudad provinciana, sigue la música del carillón, de una melancolía barroca, que se alarga veinte minutos. Sigo escuchando las notas tristes del concierto que sucede a cien metros de altura mientras atravieso los bosques de secuoyas rojas del campus, y de repente la música se endulza al confundirse con la de dos muchachas que ensayan con sus violines en uno de los senderos. En uno de los paseos nocturnos por el campus, entre los bosques oscuros de secuoyas y pinos, son ruidos de tambores los que se suman a las campanas, jóvenes que ensayan danzas y otros que se retiran a un rincón para practicar yoga.
En el edificio
de Químicas hay una pared con decenas de retratos de los premios Nobel que
salieron de la Universidad. La mayoría de ellos en las disciplinas de Medicina, Química o Física, como Julios R. Oppenheimer, padre de la bomba atómica. En total han sido 72 premios Nobel, pero también 18 premios
Turing. Incluso, en otras disciplinas bien distintas, 11 premios Pulitzer y 20
premios Oscar.
Siempre que pensaba en Berkeley, antes de venir aquí, me venía a la cabeza Julio Cortázar. El escritor argentino dio un curso en esta
universidad en el otoño de 1980. Con 66 años, se alejó unos meses de París y de
Europa y del mundo con el que quería romper, y se instaló frente a la Bahía de
San Francisco con Carol Dunlop. Preparó sus clases magistrales sobre aspectos
del cuento, de la narrativa y de su propia obra, y atendió a los alumnos en su
despacho por las mañanas. Gracias a que algún alumno grabó esas clases, en 2013
se pudo publicar su contenido: Clases de
Literatura. Berkeley, 1980, editadas por el experto en su obra Carles
Álvarez. Él mismo dice que “esas clases en Berkeley serán para Cortázar el
último momento feliz de su vida”. Dos años después Carol Dunlop enfermó y
murió, y en 1984 falleció el propio Cortázar.
Pienso en él mientras escribo
desde una de las largas mesas de madera recia de la biblioteca. Tiene dos salas
formidables, alargadas, de techos altos como los de un templo. En la sala en que
estoy el techo es de artesonado, y a lo largo de las paredes, en lo alto, están
escritos los nombres de grandes sabios de la Historia. En la sucesión
GUTENBERG, ERASMUS, MACHIAVELLI y SHAKESPEARE, está escrito el nombre de
CERVANTES. Hay enormes ventanales verticales por los que entra una luz blanca y
entera, arcos de mármol que comunican las salas de la biblioteca con los
pasillos, relojes con agujas doradas, estanterías que cubren las paredes con
libros gordos y antiguos, revisteros con publicaciones de todo el mundo. Hay un
cuadro de George Berkeley y hay otro mucho más grande de George Washington a
caballo, espada en alto, comandando a sus tropas en la batalla de Monmouth.
Y hay sobre todo silencio. Un
silencio amortiguado por los mínimos movimientos que pueden hacer los cientos
de personas que ocupan las mesas, algunos con auriculares, el deslizarse de las
sillas recias, el pasar de las hojas, el teclear de las computadoras, el botón
de una lamparita que se enciende, las mochilas o los patines o las botellas de
agua que se dejan quedamente en el suelo. Al salir reparo en el mensaje escrito
en grandes mayúsculas sobre el dintel de una de las puertas: LEGE BIEN, SAECLA
VINCE.
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