martes, 29 de septiembre de 2015

San Francisco, otra vez San Francisco

El camino desde Yosemite hasta San Francisco es corto, apenas dos horas y media por autopista, después de abandonar los bosques. Pasamos por Merced, Turlock, Modesto, Salida, ciudades agrícolas en la parte norte del valle central de California. De nuevo el paisaje exuberante de nogales y almendros, las anchas extensiones de rastrojos, las explotaciones de melón y tomate en plena cosecha, las viñas vendimiadas cuyas hojas han empezado a dorarse y a secarse. Hay muchos terrenos de alfalfa, de un verde intenso, hay cosechadoras dejando los grandes lotes empacados sobre el terreno, hay naves de ganado junto a las que se almacenan enormes pacas rectangulares y verdes. En Manteca nos detenemos a tomar un café: ha empezado el otoño y hay variedades de temporada: el de calabaza especiada es un descubrimiento.
     
    Antes de llegar a la ciudad, parada en Berkeley. Nuevos encuentros, paseo por la universidad, una opípara comida con carne al estilo de Luisiana en Angeline’s, en la calle Shattuck, muy cerca de la entrada principal de la universidad. Después unas cervezas rojas de la casa en Jupiter, un local de terrazas interiores espaciosas, a varios niveles, donde a pesar de todo cuesta encontrar asiento. Por fuera es un edificio de ladrillo rojo con salida a dos calles, y la distribución de los espacios interiores, con dos alturas y muchos patios, delata que antes fue otra cosa, quizás una fábrica que, como tantos locales en estas ciudades, se ha reconvertido al uso que demandan los tiempos. Una orquesta de trompetas y saxofones toca música animada al pie de una secuoya, en uno de los rincones del enorme patio por el que transitan muchos camareros vestios de manera elegante. En este ambiente veraniego y mediterráneo, la conversación se dilata y se acelera llevada por la música.

         Ya en la casa, descorchamos una botella de blanco de Paso Robles y empezamos a escuchar ruidos amortiguados que llegan desde el jardín. Desde las ventanas vemos maniobrar a una zarigüeya (tlacuache, en español mexicano), que se afana en comerse un caqui ya bien colorado que todavía cuelga de una rama. La zarigüeya es un bicho más grande que una rata, con el morro de un oso hormiguero, que no se asusta y sigue degustando su dulce libación nocturna. Un rato después aparece la mofeta (zorrillo, en español mexicano), con una larga raya blanca atravesando su lomo y su cola negros, pero simplemente ojea y se marcha despacio. Por suerte, no se sintió amenazada, y tras su aparición no queda ninguna consecuencia fétida. Por suerte, hoy no apareció el mapache, que es mucho más grande porque está emparentado con el oso, y a es veces violento sin control, aunque normalmente lo que hace es treparse al tejado y dormirse sobre alguna claraboya de la buhardilla.

         Si hay algo que se ha perdido, o está en trance de perderse definitivamente en nuestra domesticada Europa es precisamente esto, el contacto diario y amistoso con la naturaleza del lugar. En las ciudades norteamericanas, en San Diego como en Los Ángeles o San Francisco, también en la costa este, se ha integrado la naturaleza en el entorno urbano. Hay parques de dimensiones selváticas y hay árboles en cada propiedad, a lo largo de las avenidas y en los jardines interiores. Vistas desde arriba, muchas de estas ciudades parecen bosques sobre los que se han trazado cuadrículas de casas. Y en lugares como Berkeley, que sigue siendo la ladera boscosa de una montaña que mira a San Francisco, la naturaleza convive con el espacio urbano: es parte de él.

         En Berkeley hay, por supuesto, un ambiente plenamente universitario. Más aún: se respira un ambiente sano e intelectual. Hay jóvenes caminando en todas direcciones, con sus mochilas ligeras, a veces con auriculares, otras veces en animada conversación sin gritos. Hay calles enteras con restaurantes con especialidades de cualquier lugar del mundo. Caminando entre los edificios de la universidad aparecen de repente pequeños bosques de secuoyas rojas, de pinos gigantes. Hay una paz especial y serena en estos lugares. Quienes diseñaron las grandes universidades norteamericanas, integrándolas en grandes espacios naturales, sabían lo que hacían.

Recorremos de nuevo la universidad, después de un desayuno largo y bien conversado en el jardín por el que anoche pululaban las alimañas y hoy sólo juegan las ardillas, que corretean entre los árboles o los rosales o bustos romanos. Por los senderos nos cruzamos con rostros de medio mundo, pero especialmente de jóvenes de todos los países de Asia, desde Corea a la India. Me quedo pensando que probablemente ésta es la forma en que las sociedades se desarrollarán en el futuro: hoy estamos más interconectados que nunca, lo de acá llega allá en unos segundos, los idiomas universales nos abren una ventana al mundo del otro: sólo podremos entendernos a nosotros mismos, en el futuro que ya está aquí, como seres interculturales, mezclados de todo lo que es humano.

Pienso en eso en Height-Ashbury, junto al Golden Gate Park, el barrio de San Francisco donde comenzó el movimiento hippie, mientras comemos pastelón en un restaurante puertorriqueño, Parada 22. Pero también al día siguiente: en un restaurante indonesio de Estados Unidos estamos sentados un español, un mexicano y un puertorriqueño; paro de comer noodles para beber agua, en un vaso de una compañía sueca en cuyo fondo está escrito Made in Bulgaria. Desde la puerta, sin necesidad de dar un paso, puedo ver restaurantes de comida salvadoreña, kurda, india, nepalí, italiana, japonesa, pakistaní, etíope, y probablemente otras muchas que no reconozco. En la carta del restaurante hay una cerveza indonesia, otra tailandesa que enseguida reconozco, Singha, y una filipina que también me da qué pensar: San Miguel.


Berkeley, Oakland, San Francisco, Marín, Palo Alto, San José. La Bahía es un lugar donde está concentrado el mundo. Pero a la vez desde la Bahía se extienden los inventos, las modas, las costumbres que llegan a cualquier rincón del planeta. Todo el mundo dice que San Francisco es la más europea de las ciudades de Estados Unidos. No es del todo cierto: entendemos por europea la condición de ser abierto, tolerante, intelectual. San Francisco es mucho más que eso: aquí está concentrada la vanguardia de lo humano, el modelo de sociedad que inexcusablemente seremos.

Contemplamos desde un mirador de Presidio uno de los iconos de la ciudad, el Golden Gate Bridge, en un atardecer casi limpio. Una muchacha mira al ocaso, llegan dos hombres que subieron la cuesta en bicicleta, uno de ellos con apariencia hippie y perro incluido. Llega otro muchacho con una guitarra, y se pone a tocar unos ritmos flamencos mientras el sol se pone en el océano Pacífico. 

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