sábado, 5 de septiembre de 2015

Radio California FM

Hace justo un año me regalé un viaje largo a las Américas. Estos últimos días de agosto, aprovechando la fecha simultánea del cumpleaños y el aniversario de la llegada, me he regalado un coche. A demasiada gente le sorprende que pueda haber sobrevivido un año en los Estados Unidos sin vehículo propio. Muchos de los mitos sobre la cultura americana que perviven entre nosotros tienen fundamento, pero no son realidades incontestables.

En San Diego, como en otras muchas ciudades californianas, el transporte público llega a todos lados. La diferencia con nuestras ciudades europeas es el tiempo que se emplea, y eso tiene que ver con el espacio que las ciudades ocupan. Aquí las ciudades se extienden en kilómetros cuadrados de barrios arbolados con casas bajas, de una o de dos plantas. Y circulando por autovías de cuatro o seis carriles por cada sentido, que cruzan y se reparten por la ciudad, en coche se llega mucho antes a cualquier lugar.

         Y además del transporte público (líneas de autobuses que recorren distancias kilométricas; trolley, unos vagones rojos como de metro o tranvía, a los que todo el mundo se refiere con el término en inglés, pues sonaría tan raro llamarlo con esa antigua adaptación castellana: trolebús) existe la posibilidad de moverse en bicicleta. Yo lo he hecho con naturalidad durante muchos meses, aunque bien es verdad que estas ciudades, a pesar de las calles anchísimas y las costumbres tan educadas al volante, a pesar de la omnipresente señalización de los carriles para bicis, no son lugares demasiado amables para un tráfico tan lento y vulnerable.

Ahora con el coche todo es más practicable, la verdad, todo está más a la mano y más acorde al american way of life. La urbanidad de la gente al volante es algo que nos diferencia sustancialmente. Es tan fácil habituarse a un espacio en el que todo el mundo respeta todas las señales de tráfico, todas las normas, e incluso en el que todos los conductores son tolerantes con los pequeños errores o distracciones. El tráfico fluye por la ciudad y por las autovías (que reciben un nombre tan genuinamente americano: freeway), y lo hace en buena parte porque todo el mundo está dispuesto a ceder el paso, a esperar, a respetar el espacio de los otros vehículos y de los peatones.

         Estos días conduzco con la radio encendida y voy saltando de una emisora a otra, reconociéndolas, del inglés al español, de la música pop a los concursos con muchos gritos y risas, a los anuncios largos de seguros con testimonios de marines retirados, de celebraciones comunitarias o mercados de agricultores. Al acabar un corrido o una ranchera una voz mexicana sobreactuada da consejos sobre cómo tratar las ‘várices’ y otra muestra su conmoción por el cambio de imagen de Google. Por la mañana unos tertulianos de acento limpio, voces inglesas claras, tranquilas y profesionales, explican que en agosto se ha creado en los Estados Unidos menos empleo de lo esperado; el paro ha bajado al 5,1%, después de 66 meses de creación de empleo, pero lo consideran insuficiente.

Una noche suena una música lenta y dulce y tardo en reconocer a Mocedades, otra tarde suenan rumbas de Estopa después de un largo comercial de autopromoción del Senado mexicano. Una noche, a la puerta de un supermercado, un hombre de unos setenta años, con gorra de béisbol, permanece largo rato dentro de su furgoneta, con las ventanillas abiertas, escuchando con atención unas voces masculinas que se desesperan hablando de las campañas locas de los que quieren ser candidatos a la presidencia.

Camino a la playa suena una canción nueva y lenta de Fito & Fitipaldis. U2, Lennon, Alejandro Fernández, suenan entre decenas de canciones pop y rock en inglés y ritmos surferos. Un humorista mexicano repasa ordenadamente lo que ocurriría en los Estados Unidos si se cerrara la frontera con México: otra voz imita el acento gringo haciéndose pasar por un Donald Trump no menos idiota que el de la realidad. En otra emisora han retomado los larguísimos anuncios de seguros médicos, o los no menos esmerados sobre las ofertas en todo tipo de mercancías durante el largo fin de semana que se avecina, con motivo del Labor Day. Siempre acabo en la 88.3, una emisora con 24 horas de jazz que justifica por sí sola la presencia del aparato.


         Ahora voy conduciendo camino a casa, con el brazo apoyado en la puerta del coche, y observo de pasada, con una mirada todavía extranjera, a tantos vehículos haciendo cola en los drive thru, pasillos para coches donde a través de una ventanilla a uno le pueden servir una hamburguesa o una bebida de Starbucks, o desde los que se puede sacar dinero sin poner un pie en el suelo. Paso de largo, y por un momento siento el raro alivio de pensar que el hecho de moverme en coche no nos iguala del todo.

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