Hoy fue el día nacional de México. A este lado de la
frontera apenas se nota, casi nadie lo menciona, pero el 16 de septiembre es el
día grande en que los mexicanos celebran su independencia. Su independencia de
España, claro, cuya lucha, según la historiografía oficial, comenzó en la
mañana del 16 de septiembre de 1810, cuando un cura criollo, Miguel Hidalgo y
Costilla, convocó a sus vecinos a las armas y lanzó su famoso grito desde la
parroquia del municipio de Dolores.
En realidad
México se independizó de España en 1821, después de años de guerra y acciones
crueles por ambos bandos. Los rebeldes de Nueva España, que así se llamaba el
inmenso territorio español en Norteamérica, vencieron a las tropas de la
metrópoli, y el virreinato capituló. Después vino un intento de monarquía
local, la secesión de las provincias de Centroamérica, la constitución de los Estados
Unidos de México, la separación de Texas, la guerra contra los Estados Unidos
de América, que les arrebataron la mitad de su territorio, incluida la Alta
California, y finalmente su consolidación como república.
Pero los mexicanos celebran el 16
de septiembre como fiesta nacional, en recuerdo del primer acto por la
independencia del país. Viajando y conociendo un poco de la historia de los
países latinoamericanos, me ha resultado siempre curioso cómo figuras
aparentemente mediocres del siglo XIX se ganaron sin saberlo una fama
reverencial que puede durar siglos. En Colombia, en Cuba, también en la España
guerrillera que se rebeló contra las tropas de Napoleón, aparecieron hombres
que tomaron cierta iniciativa política o con las armas, que a veces emplearon
una violencia indiscriminada, o que simplemente se defendieron de agresiones de
otros, pero que sin quererlo se convirtieron después en mártires, en héroes
nacionales a los que se les rinde un culto casi religioso. Son nuestros héroes
de la patria, el motivo de toda la pintura posromántica del XIX y la
justificación de los castizos libros de Historia del siglo XX.
La historia de Miguel Hidalgo no
difiere demasiado de la de cualquier cura guerrillero español de la guerra
contra los franceses. Ni siquiera se distingue en el hecho de que muchas de las
acciones que se le atribuyen no están siquiera documentadas. La leyenda lo
presenta convocando a los habitantes de los pueblos vecinos de Dolores, en
Guanajuato, incluidos los indígenas, para levantarse en armas contra el virrey.
Lo imaginamos encaramado a un balcón o a la torre de la iglesia, voceando a la
plaza adonde sigue congregándose gente, dando vivas y mueras, y después
enarbolando la bandera de la Virgen de Guadalupe y corriendo hacia las armas. Apenas un año después, después de algunas batallas contra los españoles y disputas contra los suyos, fue capturado por los primeros, y ajusticiado en Chihuahua.
Estos días acabé el libro de
Laura Esquivel Malinche, que repasa
de una forma ciertamente edulcorada las vivencias conjuntas de Hernán Cortés y
Malinalli, la Malinche. El dominio español en México empezó en 1521, cuando
Cortés conquistó la capital del imperio azteca, Tenochtitlán, gracias a sus
estrategias negociadoras y a altas dosis de violencia extrema. Ni la Malinche ni
Hernán Cortés son tampoco personajes aislados de sus circunstancias históricas,
pero la gente en general necesita que la Historia con mayúsculas le proporcione
mitos, buenos y malos como los de cualquier historia corriente. Hoy Hernán
Cortés es también un héroe para los españoles.
Celebramos el día de México con
un amigo mexicano que acaba de volver de la locura de Las Vegas, con una
conversación tranquila en un restaurante japonés. Sushi y una cerveza japonesa
muy suave, Asahi, mientras tras la cristalera las palmeras del fondo se van
fundiendo con el cielo recién atardecido. En el restaurante retransmiten por
varias televisiones silenciadas el partido de béisbol en el que los San Diego
Padres están ganando a los Arizona Diamondbacks.
Entonces, entre México y Japón,
me acuerdo de una verdadera historia de héroes que leí por la tarde. Por primera
vez en setenta años ha participado en el desfile militar oficial un grupo de
veteranos mexicanos de la segunda guerra mundial. 300 soldados mexicanos del
escuadrón 201 fueron a luchar a las Filipinas contra los japoneses en 1944,
después de que la Alemania nazi hundiera seis barcos de bandera mexicana. A su
regreso, los sobrevivientes fueron héroes efímeros, de los que nadie más se acordó en décadas.
Quedan vivos 16 de aquellos soldados, la mayoría por encima de 90 años, y a
pesar de los achaques han conseguido desfilar en la ceremonia oficial, con el uniforme de la época, y
ser homenajeados. Un día fueron muchachos de un país neutral que se perdieron
voluntariamente en unas selvas tropicales, con fusiles al hombro, para defender
la idea de la libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario