Setúbal es una Lisboa pequeña, una Lisboa desmejorada. Uno desembarca y ya está en pleno centro: anchas avenidas, callejones que acaban en escaleras estrechas, fachadas amarillas carcomidas por la humedad, ropa colgando de los balcones. Algunas calles del centro están adornadas con cometas de colores y con aparatosas lámparas de flores artificiales que les dan un aire chinesco. Por la mañana el cielo está encapotado y hay un raro silencio en las calles llenas de gente. La catedral tiene dos torres de piedra sucia, algunas partes de la fachada encaladas, y está en alto, frente a una plaza vacía flanqueada por árboles altos. A media mañana empieza a llover. Es una llovizna suave, lenta, fría. Me refugio en una biblioteca pública y después en el interior confortable de una empresa de comida rápida donde me sirven un desayuno americano.
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Hay varias formas de recorrer la distancia entre el río Sado y el río Tajo. La más larga es ir hasta Almada. Las más cortas, hasta Seixal, Barreiro o Montijo. Cojo la de en medio, 27 kilómetros en línea casi recta a través de esta península que dejan los estuarios de los dos ríos. Dejó de llover pero el cielo aún está lleno de nubes panzudas que me protegen del sol del mediodía. Atravieso por carretera una parte del bosque da Arrábida, en paralelo a la antigua calzada romana que llevaba a Olisipo. Hay algunas viñas donde acaba el bosque. Subo una cuesta durísima, el Alto das Necessidades, que culmina en una ermita blanca y abandonada. Desde arriba, a casi 30 kilómetros de distancia, distingo con júbilo, entre tantos tejados ocres, las formas rojas del puente 25 de Abril.
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Hay una larga travesía por barrios a medio construir con chalés y quintas grandes, entre arenales ardientes y todavía solitarios. Me vuelvo a quedar sin agua en ese trayecto, y ya pasó la hora de comer. Al cabo de mucho rato, bajo el puente de una autovía, encuentro a un viejecillo en bicicleta que me indica que muy cerca hay un pueblo, y en el pueblo un bar. No los veo, ni a mi frente ni en el GPS, pero veo el cielo abierto. Como por arte de magia, aparecen casas en un pueblo de una sola calle: es Quinta da Areia, a las afueras de Coina. El dueño del bar es un hombre serio que sólo ríe cuando le cuento que vengo andando desde Faro. Me pregunta si soy brasileño. En estas circunstancias, el primer trago de cerveza sabe a gloria bendita. Me prepara una bifana de porco tan rica, con su mayonesa y sus gotas picantes de piri-piri, que tengo que repetir bifana y tercio. Después de pasar sed y hambre por esos andurriales arenosos, uno estira las piernas y recuerda el verso de Jorge Guillén: “El mundo está bien hecho”. Hay tres mujeres en la mesa de al lado, una de ellas muy vieja, que se ponen a discutir sobre cuál es la mejor manera de llegar a Lisboa desde allí. Cada una me da sus recomendaciones, y hablan todas a la vez. Al fin, una se levanta, viene a mi mesa y me dice que no les haga caso a las otras, y que vaya directo a Barreiro. La cuenta no pasó de cinco euros, y al irme, este señor que me devolvió la vida me preguntó con gesto de orgullo: "Tavam boas as bifanas, eh?".
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El estuario del río cada vez más ancho, travesía con tráfico por pueblecitos de iglesias y cafeterías pequeñas, una academia de fusileros, y finalmente una ciudad industrial, bloques de pisos con apariencia de barrio obrero de los 80, Barreiro. Así me definió la ciudad un compañero que la visitó hace unos meses con un proyecto educativo, y así es cuando yo la atravieso camino del puerto. Compro el billete y el encargado me urge: quedan menos de cinco minutos para que el barco salga. En unos minutos, mientras el barco se sobrepone a las olas marinas del Tajo que le pegan fuerte en la panza, se van dibujando las líneas de la ciudad de Lisboa contra el atardecer. Al bajar leo el nombre del barco: Fernando Pessoa. La luz del atardecer pega sobre la fachada de la catedral, enciende los colores vivos de las fachadas de las casas que la rodean, las piedras de la calle, las vías empinadas del tranvía. El sol se ha puesto cuando me reencuentro con la algarabía de la Praça do Comércio. Junto a la rampa que baja al río un grupo de jóvenes mulatos, y alguno que no es joven ni mulato, tocan música triste brasileña. Paseo entera la Rua Augusta, que está llena de vida, y llego hasta la estación de Rossio. Hace una brisa fría, pero en las piernas y pies desnudos aún me dura el calor del esfuerzo. Cada vez que estoy en Lisboa me acuerdo de los versos de Sabina: “En Macondo (o en Comala, depende de la versión) comprendí / que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver”. Pero no sé si es cierto.
Por fin en Lisboa tras recorrer medio Portugal!! Hermosa gesta física-literaria (lo digo por tu magnífico diario)
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