Vine a Lisboa para salir de Lisboa. El lugar donde me alojo tiene algo de escondido y de mágico. Desde el puerto se camina hacia la Sé Catedral, que está en alto, y se pasa por debajo de un arco de piedra hasta un callejón donde aparcan las motos y juegan los muchachos, y desde ahí suben unas escaleras por otro callejón, con un nombre tan poético como preciso: Escadinhas das Portas do Mar. Por la mañana el callejón elevado es un lugar silencioso que huele a limpio y a sal. Antes del desayuno, una muchacha que ha salido a fumar al poyete de piedra me cuenta que es su primera vez en Lisboa, que ha venido a conocer parte de Portugal y España. Es de Nueva York, aunque lleva cinco años sin visitar la ciudad. Los ha pasado estudiando en Tel Aviv. Apenas ha aprendido hebreo, su entorno era el del colegio americano. Su madre es de Austin, Texas, que es el único lugar en los Estados Unidos que ha visitado en este tiempo. Acaba de terminar sus estudios en Israel y después de este viaje volverá a Nueva York, dice, como una extranjera. Está sorprendida de que en Europa funcionen tan bien los transportes, que se llegue a los sitios en el tiempo que uno ha calculado. Está entusiasmada, tiene en la mirada esa emoción de la juventud ante lo nuevo que nunca debería perderse. Esa mirada desprende luz y energía a quien la cruza. Ríe y hace broma con cualquier comentario sobre los Estados Unidos, sobre los judíos, sobre Israel. Me pregunta por el sentido del Camino de Santiago, y no sé cómo he acabado explicándole el milagro de Fátima. Hace este viaje con su hermano, que llega con ojos dormidos al desayuno, donde compartimos mesa con una húngara que habla muy deprisa, una sueca y dos tailandeses que parecen no conocerse. La vida backpacker es siempre esto: buena gente de cualquier lugar con muchas ganas de vivir. Gente siempre extranjera y siempre bienvenida. Pero yo he venido a otra cosa, y tengo que salir de Lisboa. Los americanos se acercan para despedirse mientras yo preparo mi mochila peregrina. No volveré a verlos, y así está bien.
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La catedral de Lisboa no es gran cosa. Una nave estrecha, un refrito de estilos que pretendían ser más antiguos, un claustro que no se puede visitar sin pasar por caja. Al salir, a mano izquierda, en la piedra más baja de un contrafuerte, veo por fin una flecha amarilla y casi no me lo creo. Sigo viéndolas algunas calles más, a partir de ahora serán intermitentes, pero sé que están. Recorro callejones del barrio de Alfama, el más antiguo de Lisboa. Paso por el Museo del Fado, después por el Museo del Azulejo. En uno de estos restaurantes medio escondidos fui muy feliz una noche escuchando los fados de esos grupos itinerantes que se presentan de repente en los sitios y obligan a apagar las luces y a encender los sentidos. Salir de Lisboa es dejar también una parte de la memoria.
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En el Campo das Nações todo es moderno, limpio, grande, brillante. Ésta es la zona de la Expo 98. En las terrazas hay jóvenes con traje y corbata que vienen de las oficinas cercanas, hay turistas elegantes. La Estação do Oriente es grandiosa y luminosa. No puedo resistirme a pasar al centro comercial Vasco da Gama. Y yo dos semanas buscando iglesias abiertas: éste es el verdadero templo. Ríos de gentes recorriendo los amplios pasillos, adorando la sofisticación de las tiendas, los colores y formas. Subo al nivel de los restaurantes. Otra oleada de gente ordenada para comer deprisa en decenas de restaurantes temáticos. Por lo menos, me hago servir mi sopa de peixe y mi bifana de porco en una cadena de comida local.
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Cruzo por debajo del arranque del puente más largo de Europa, el Vasco da Gama. Y después la desembocadura del río Trancão corta el paso y hay que ir hacia el interior, y al cruzar el río pierdo para siempre las flechas amarillas. Se supone que el Camino da un rodeo largo por el interior, pero yo he seguido la carretera y atravieso feos polígonos industriales con mucho tráfico. Y yo que pensaba que había dejado los coches y camiones al sur del Tajo. Hace mucho viento, viento fresco del mar. Llego a Alverca do Ribatejo, que parece un pueblo grande, y pregunto a los bomberos. Me indican que siguiendo recto por la carretera, en apenas cinco kilómetros, estaré en Alhandra, donde los propios bomberos me darán alojamiento. A la entrada de Alhandra veo en un poste varios carteles con las doble indicación inequívoca: flecha amarilla, Caminhos de Santiago; flecha azul, Caminhos de Fátima. El río Tajo aquí ya es un mar con oleaje tranquilo. Empiezan a pesar las piernas. Los 33 kilómetros de etapa llana por asfalto pesan, y las piernas empiezan a necesitar una etapa corta, y también el aire del campo.
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Dejé en casa mi pasaporte por dos razones: porque no me haría falta; y para que no me hiciera falta. El verano es largo, grande el esfuerzo ya hecho y el por venir, y las tentaciones muchas cuando uno llega a una gran ciudad con aeropuerto. Por suerte, la voluntad se sigue manteniendo firme.
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