lunes, 24 de julio de 2017

En el Camino: 15ª etapa: Santarém-Azinhaga-Golegã

Cuando en 1998 José Saramago recibió el Premio Nobel de Literatura, comenzó su discurso acordándose de la vida de sus abuelos en la pequeña aldea de Azinhaga, a orillas del río Tajo. Después marchó a Lisboa, donde hizo vida de periodista y de quién sabe cuántas cosas más, y después, mucho más tarde, llegaron la literatura y el reconocimiento literario, y la polémica que le montó el gobierno portugués tras la publicación de O Evangelho segundo Jesus Cristo, y su vida tranquila en Lanzarote junto al mar, y sus años de reconocimiento y cariño en España. Saramago es un escritor de ideas, un escritor de conciencia. Con Saramago me ocurre algo extraño: no me acaba de gustar su estilo, pero sin querer lo imito; no me convencen sus posiciones políticas, pero me hacen pensar y me aportan mucho; me parecen demasiado densos sus libros, pero no puedo dejar de leerlos. Tengo una alegría anticipada y tierna sabiendo que voy a visitar el pueblo de As pequenas memórias.

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Al salir de Santarém, por un callejón junto al mirador panorámico que se abre al Tajo, hay una senda de piedra que se pierde bajo la vegetación y después vuelve a la luz en plena vega, junto a la vía del tren. Los viñedos que veía ayer tarde en el cuadro del atardecer se van haciendo reales, palpables, y ofrecen su verde vivo entre huertas fértiles de tomates, sandías y melones amarillos. Las águilas sobrevuelan las viñas, mientras se oyen a los lejos los disparos ficticios de los cañones que tratan de asustar a los pájaros.

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En Vale de Figueira tomo un café, un dulce y una cerveza, escribo en la plácida calma dominical en la que los vecinos llegan al bar y se saludan dándose la mano. En la televisión van a empezar a retransmitir la misa desde una iglesia diminuta. Llega una pareja de peregrinos vascos o navarros, que hablan a la dueña solamente en español y en voz muy alta, y exigen de cualquier manera aceitunas con la cerveza. Cuando se sientan, empiezan a discutir de cosas insignificantes también en voz alta, en un tono que rompe la calma mágica del lugar.

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Voy comiendo lo que encuentro por el camino: moras dulces junto al río Alviela, tomates aperados, pimientos rojos. Cruzo un puente de piedra y ya estoy en el concelho de Golegã, donde una señal marrón recuerda que es el concelho de José Saramago. La tierra es parda y fértil, como por casa, el agua abundante, las huertas hermosas, hay muchos campos de tomate y maíz. En Pombalinho hay poca gente por la calle, mucho silencio, una iglesia blanca con contrafuertes de piedra, cerrada, azulejos en las fachadas dedicados a Nossa Senhora de Fátima o a Santo António. Un hito marca las crecidas del río Tajo en los últimos 70 años. La marca de 1979 tiene lo menos tres metros de altura.

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En lugar de hacer caso a las señales y a la lógica, hago caso a las flechas amarillas. Desde Pombalinho se ve Azinhaga, que está a un par de kilómetros por una carretera recta y sin tráfico. Las flechas me llevan por un camino ardiente entre maizales que da un rodeo sin sentido, y cuando me doy cuenta he andado dos kilómetros y estoy más lejos de Azinhaga. Pero no queda más remedio que seguir las flechas amarillas, dejarme mojar por los aspersores altos que riegan el maíz, y al fin llego al pueblo de Saramago por la margen del río Almonda. Hay una una barca como monumento a la entrada, en recuerdo de los barqueros que recorrían el río en el pasado. Entro por sus calles silenciosas, de fachadas blancas y zócalos de albero, con geranios y muchas bicicletas en las aceras.

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Azinhaga es un pueblo pequeño y de apariencia pobre, calmo en la tarde del domingo. Hay una placita triangular en el centro, con apenas espacio para unos bancos, una fuente y dos árboles muy altos. A la sombra de uno de esos árboles ocupa un banco una estatua exageradamente grande de José Saramago cruzado de piernas y leyendo un libro con concentración. Enfrente está la Taberna Central, adonde me acerco a algunos paisanos a preguntar si puedo comer algo ligero allí. O patrão es un señor calvo y enjuto, con gesto nervioso, que me dice que algo me puede hacer. Un cliente le sugiere que me prepare una bifana. Me tomo una cerveza hablando con los clientes, todos hombres, casi todos viejos. Empiezan a hacer cuentas sobre los kilómetros que llevo andados y los kilómetros que me quedan hasta Santiago. Y me preguntan mucho sobre España, sobre mi región, sobre lo que se puede cultivar en esta tierra. Les digo que el color de la tierra fértil, las huertas grandes, los viñedos sin fin, la alegría del agua dispersándose por los maizales, me ha recordado mucho a mi tierra. La Fundação José Saramago está cerrada hoy domingo, pero uno de los hombres llama a alguien y le pide que venga a abrir para mostrármela. La encargada no está en Azinhaga. Otro cliente que llega después me dice con orgullo que es su hija quien dirige la fundación. Me acerco a un amplio jardín que hay detrás y al menos llego a la fachada. Los sábados tienen actividad, ponen documentales sobre la vida del escritor o hacen lecturas colectivas. En la puerta del sencillo edificio, de paredes blancas y listones de albero, hay una foto de Saramago con los ojos entrecerrados y el texto en mayúsculas: Nasci na Azinhaga.

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Los hombres de la Taberna Central dan mucha conversación. Uno se sienta a mi lado y me cuenta que vivió en Medinaceli y en Soria, y que nunca habría dejado España si no hubiera sido por su mujer. Él es de Lisboa, pero la mujer de Azinhaga, y aquí han acabado. Es el único que me confiesa que no le gusta Saramago. Ni le gustan sus libros ni le gustaba como persona. Otro señor con bigote que ha venido a tomar café con sus dos hijos me habla con cortesía desde la otra mesa en un castellano perfecto, de vocales claras y consonantes muy limpias. Él vivió en Madrid y después en Arévalo, y parece castellano por el acento y las maneras. Otro señor más joven me habla con cariño de Saramago. Le cuento que pienso en Azinhaga como el lugar donde el abuelo del escritor, cuando sabía que iba a morir, fue despidiéndose de sus árboles dándoles un abrazo uno a uno. Me señala un punto indefinido: “Por aí está essa horta”. Me dice que Saramago se fue del pueblo con cuatro años, pero que siempre venía en las fiestas. Otro señor me habla de Pilar, a la que han conocido tan bien como al escritor. Doy un vuelta por el pueblo para ver la iglesia, que es blanca, con una torre pequeña, con listones de piedra clara, y por supuesto cerrada.

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Cuando paso a recoger la mochila y despedirme de los parroquianos, me invitan a tomar una copa de vino de la casa. El dueño lo trae en una botella de plástico que sale del frigorífico. Un cliente nos hace una foto, y lo llama O Careca. Efectivamente, es calvo, pero a la manera de Saramago, limpio en la cima y algunos cabellos blancos abajo que quieren ser largos. Otro señor gordo con la camisa muy abierta se despide dándome la mano y deseándome buen viaje y que vuelva a Azinhaga. Un muchacho joven y alto con ojos de trastornado pasa diciendo Buenas tardes, así, en español. Doy un abrazo al dueño y me despido uno a uno de todos los clientes. No me quiero ir del pueblo, de esta tarde de domingo sin tiempo ni reloj, con una copa de vino frío en la mano, y con estos buenos hombres que trataron durante años al único Premio Nobel de Literatura en portugués, y que probablemente no han leído jamás un libro suyo ni ningún otro, pero que saben tanto y son tan generosos con el viajero. Hasta Golegã hay una carretera tranquila, varias capillas, muchas huertas, un domingo de julio como otro cualquiera.


1 comentario:

  1. Veo, Blas, que tienes lo que se dice don de gentes, entablas conversación con el paisanaje (perdón, con los paisanos, sé que no te gustan los nombres colectivos) con toda naturalidad, imagino que a estas alturas ya debes manejarte con mucha fluidez en portugués.

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