Al salir de Coímbra, el cielo está blanco de nubes bajas y hay neblina que se precipita y moja. Se cruza el puente hasta la margen derecha del río Mondego, y se avanza por un paisaje monótono y llano hasta que los edificios se convierten en maizales. Por una larga cuesta se sube al pueblecito de Cioga do Monte. Casas viejas, algunas quintas cuidadas, huertas familiares, ladridos de perros. Subiendo más se atraviesa Trouxemil, donde veo a ancianas conversando en las esquinas y ancianos en bicicleta. No se corta la línea de casas pero ya estoy en Adões, y con eso he pasado del distrito de Coímbra al de Aveiro. Paro a tomar café, y en el fresco de la terraza pregunto a los hombres que hay conversando si pasan muchos peregrinos. Hoy no, me dicen, pero sí se ven a lo largo de todo el verano. “Vão mais para cima que para abaixo”: todavía los dos caminos inversos coinciden: los que subimos a Santiago siguiendo las flechas amarillas, los que bajan a Fátima siguiendo las azules. En algún momento atravieso una aldea con una sola calle y un perro enorme sale corriendo hacia mí desde dentro de un garaje entreabierto. Ladra como loco y sólo me da tiempo a levantar una pierna: cuando está a metro y medio de mí pega un tirón brusco la larga cadena que lo sujeta y el perro cae al suelo y sigue ladrando. Qué voy a decir, todo el vecindario está ladrando.
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Paso por Mealhada, que es un pueblo limpio tras un largo polígono entre bosques, donde se queda la mayoría de peregrinos. Hay mucha vida en las calles del centro, vida de gente que sale a las terrazas, viene y va, pero no hace demasiado ruido. A las afueras del pueblo hay un agradable paseo arbolado con flechas amarillas. Alcanzo a un matrimonio holandés por encima de los setenta, y la mujer me dice que desde lejos pensó que yo era holandés porque llevaba una camiseta naranja. Se quedan en el albergue, tras el que vienen algunos restaurantes de carretera y el calor que vuelve a apretar. Casi todos los restaurantes anuncian que son especialistas en leitão, en lechón, en cochinillo. Incluso las señales de entrada al concelho lo advertían como una de las atracciones de la zona. Subo una larga cuesta hasta el centro de Aguim, me refresco en una fuente, arranco un tomate de una huerta en un jardín. He tomado la decisión de caminar más allá de Mealhada sin saber lo que me voy a encontrar. Como no tengo guía, y sólo busco información por Internet si me hace mucha falta mientras camino, no tengo certeza de que haya albergues hasta Águeda, que es el final de la siguiente etapa. Compruebo que al menos hay pueblos en este tramo, así que algo ha de haber. Camino bajo el sol del mediodía hacia lo desconocido.
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Anadia es un municipio bien hecho. Subo una cuesta con una carretera en obras y después empiezan sus pedanías, y un enorme complejo deportivo, y operarios poniendo alfombras de césped en amplios paseos, y aspersores regando con alegría. Parece que en el pueblo ha caído la lotería y están deprisa haciéndolo todo nuevo. Una pedanía tras otra, las calles son modernas, las señales son modernas, hay obras públicas por todas las calles. Y al llegar al pueblo, las calles están limpias, y hay cómodos edificios comerciales en bajo con las terrazas de las cafeterías llenas de gente, y agua que sube en las fuentes, y un aire de modernidad que no he visto en todo Portugal. En una plaza veo un cartel que no me acabo de creer: esta noche actuará aquí en Anadia, en la Praça da Juventude, Luísa Sobral. Tengo que mirar el cartel varias veces e incluso hacer una foto para estar seguro: hace mucho calor y llevo mucho tiempo caminando y no he comido, y ya es mucha casualidad que haya tomado la decisión valiente de ir hacia lo desconocido y que precisamente Luísa Sobral venga esta noche a cantar al pueblo al que llego. Avanzo buscando la estación de bomberos, pero no está en el pueblo sino ya en el campo, en una antigua finca de caballos hasta donde me guía un pastor viejo que no tiene manos y tiene la cara desfigurada. Entro a la finca donde están los camiones de bomberos y recibo mil atenciones del bombero de guardia, de una señora mayor, de un grupo de niños. En un portal frente a los viejos establos, me sientan, y los niños me ofrecen de un cuenco de palomitas azucaradas que acaban de preparar. “Tenho mais sede do que fome”, digo, y el muchacho me trae una botella de agua fría con la que llena mi cantimplora. Después me anota en el GPS del móvil la dirección del convento de freiras adonde tengo que ir a dormir, que está más adelante, en una pedanía, a dos kilómetros. Aún tengo que llegar allí, y a los 31 kilómetros que camine habrá que sumar dos de ida y dos de vuelta si de verdad quiero ver a Luísa Sobral.
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En la pedanía de Arcos hay bodegas antiguas de vino espumante, y otra vez paredes desgastadas y un aire de descuido. Cruzo un río seco y llego a otra pedanía, Famalicão. Varias mujeres me indican y finalmente llego a la puerta correcta del convento. Colégio de São João de Cluny. Algunas monjas visten con hábito, otras no, todas son muy mayores y muy cordiales. Las instalaciones del colegio son muy modernas. En la parte de atrás hay jardines con atracciones y columpios, y varios grupos de niños haciendo actividades con sus monitoras. El espacio que tienen las monjas para albergue es seguramente el mejor que he visto nunca. Una gran habitación luminosa y fresca en el piso superior, con los colchones y las sábanas pulcramente dispuestos. Duchas amplias, más limpias y mejor cuidadas que las de un hotel. Es un edificio nuevo y hecho con buen gusto, y las atenciones de la hermana que me explica el funcionamiento del albergue son ejemplares: incluso tiene fotocopias de dos planos dibujados a mano con los bares y pastelerías de la zona. Aunque tarde, voy a comer al que me dijo que es más tradicional, y por supuesto es un lugar especializado en cochinillo. Hay gente que está esperando para llevárselos enteros en cajas especiales. La carne es espléndida, y el vino blanco también. Cuando vuelvo, han llegado al mismo albergue los tres italianos y las dos japonesas. No sé cómo hacen para demorarse tanto. Salen siempre una o dos horas antes que yo, y siempre llegan varias horas más tarde.
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Finalmente hemos decidido caminar de vuelta, cuando ya se ha hecho de noche, para ver el concierto de Luísa Sobral. Mi compañero seminarista italiano me acompaña. Un rato antes de empezar, parece que no hay demasiada expectación en la plaza y nos sentamos en las primeras filas. Casi al instante la plaza se llena de gente y aparecen las teloneras. Un grupo de seis quinceañeras con voces gloriosas. A veces acompañadas al piano, y otras con la sola instrumentación de sus voces, llenan la plaza de calor con canciones en portugués y en inglés. No podemos evitar sentir un escalofrío después de escuchar sus arrebatadoras versiones de The sounds of silence y Hallellujah, que además para mí es la canción del Camino de Santiago, de tantas veces que se la escuché a mi amigo Francesco el verano pasado.
Cuando sale al escenario Luísa Sobral la plaza está abarrotada, hay gente de pie por todos lados. Y el espectáculo es aún mucho más de lo que esperábamos. Yo conocí a Luísa Sobral unos meses antes de Eurovisión, cuando Elvira Lindo empezó a hablar en España de ella y de su hermano. Y esta feliz casualidad de estar en este concierto me hace quererla más: es un concierto vivo, dinámico, familiar. Guitarras, contrabajo, batería. La propia Luísa Sobral va cambiando de instrumento en cada canción: guitarra, guitarra eléctrica, piano, incluso interpreta una canción golpeando el cajón con las baquetas. Es un prodigio musical, en las canciones en inglés de inspiración sureña y en las portuguesas que tiran al jazz y hasta en las canciones infantiles. Cada canción es un espectáculo nuevo que se sobrepone a lo anterior. Es además una mujer divertida, ocurrente, y el público la quiere. En un momento íntimo, cantando una bossanova lenta, se para y empieza con los primeros versos de Amar pelos dois, la canción que escribió para que su hermano dignificara el festival de Eurovisión. Siento un pellizco de envidia patria: toda la plaza está cantando los versos lentos y delicados de esta canción. Dice Manuel Machado: “Hasta que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el pueblo / ya nadie sabe el autor”. Los versos de Luísa Sobral que salieron de una noche de hotel ya no son suyos, son de la nación portuguesa. Cuando acaba el concierto, tiene otro gesto de delicadeza con la gente: se sienta al pie del escenario con esa guitarrita pequeña que los portugueses llaman cavaquinho y canta unas canciones tiernas para los niños que hacen círculo alrededor. Hay momentos dulces y hermosos en el Camino y en la vida.
Pelos caminhos da vida sempre temos oportunidades. A ti te agradeço a oportunidade que me deste/ nos deste de partilhar um pouco do teu tempo. Não apreendi espanhol mas recebi uma lição. O universo conspira sempre a seu belo prazer. Grata Grata Grata
ResponderEliminarTu devoción por Luisa Sobral me anima a oír algunas de sus canciones
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