Casi la una de la noche, volviendo del concierto de Luísa Sobral en Anadia. Tenemos que cruzar el puente para llegar al convento donde nos alojamos. Un perro de tamaño aceptable nos espera al otro lado del puente, yendo y viniendo, como si estuviera guardando el paso en aquel lado. No hay palos a la vista, vamos sólo dos personas y muy cansadas y en sandalias, no hay por qué arriesgar. Nos vemos obligados a dar un pequeño rodeo por un carreterín oscuro entre maizales hasta llegar al otro puente. Al mediodía, casi llegando a Albergaria-a-Velha, hay una cuesta larga y dura y en lo alto un pueblecillo que se llama Serém, con apenas unas calles. Esta vez voy solo, estoy agotado por el ascenso y las muchas horas de caminata. Un perro también de tamaño aceptable me sale al paso a la entrada del pueblo. Cuando lo veo correr hacia mí miro en la cuneta, que está completamente limpia, excepto por una fina rama, que es lo único que puedo agarrar para defenderme. A estas alturas, prefiero morir matando; me voy a por él enristrando la vara y gritándole a él y a toda su raza. Aparece por detrás otro perro y ahora cada uno me ladra y me ataca por un lado. Estoy dispuesto a matar un perro a estacazos y así vengarme de todos los que me han traído a mal traer desde que salí de Faro. Pego mandobles contra los perros como un espadachín loco, y finalmente los espanto hasta una huerta. Un señor mayor que parece el dueño abre la verja con parsimonia, me saluda con amabilidad, y sale a ver qué pasa. Sé que no los recoge porque por la tarde los italianos me cuentan que han sufrido el mismo ataque, también sin consecuencias. Claro, ellos eran tres contra dos.
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En el norte empieza a haber un notable cambio en la configuración de las poblaciones. Siempre hay casas, por todos lados. Acaba una pedanía y empieza otra, y muchas carreteras son travesías con casas y restaurantes a los lados. No hay aquellos desiertos de rastrojos y alcornocales que vi en el sur. Ahora hay un paisaje verde de eucaliptos y pinos con casas y construcciones por todos lados, a lo largo de los valles o siguiendo los cada vez más frecuentes accidentes del terreno. Los pueblos van perdiendo los genuinos colores alentejanos, atrás quedaron los pueblos uniformes y bellos de cal y tejas ocres.
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La mañana es blanca, fresca, ideal para caminar a buen ritmo. En Avelãs do Caminho, en una placita con una capilla blanca donde la ruta se desvía, una indicación en un poste marca que quedan 303 kilómetros hasta Santiago. He caminado ya alrededor de 700. Ahora parece que empieza la cuenta atrás. Una fuente de Avelãs lleva el agua hasta un lavadero municipal donde una mujer está lavando su ropa a mano. Y después empiezan los viñedos, y algunas bodegas con mansión, con el cartel Rota do Vinho da Bairrada. En Aguada de Baixo encuentro a las japonesas y después a los italianos, al pie de una iglesia toda cubierta de azulejos que unas mujeres están limpiando por dentro y por fuera, barriendo, colocando flores, pasando la aspiradora al suelo de tapete. En una cafetería descubro un dulce que se llama ovos moles, huevos blandos, que es una rica masa de yema y azúcar que me inyecta energía para todo el día.
Poco después está Águeda, cruzando el río Vouga, una ciudad con monumentos y museos que no me entretengo a ver, porque voy lanzado. Es un ciudad viva, con muchos comercios y bares, y también muchos ciclistas subiendo sus cuestas a estas horas de la mañana. Todas las calles peatonales del centro están coloreadas por miles de paraguas que las protegen del sol. Además de por los paraguas, es una ciudad muy colorida, en sus jardines, en sus fachadas, en su gente. Bajo una larga cuesta y después atravieso Mourisca do Vouga, donde me cruzo con veinte coches que vienen pitando por la travesía adelante. En el primero van los novios, y en los de detrás todos los hombres llevan camisa blanca. Mucho rato después, cuando consigo llegar a la otra punta del pueblo, vuelvo a cruzarme con ellos: están empezando la segunda vuelta. Hay después un largo espacio de bosques de eucaliptos viejos, con subidas y bajadas por calles y campo. Junto a Pedaçães se atraviesa un puente medieval de piedra, junto a una laguna verde con una isla que sirve de merendero a algunas familias, y después un larguísimo puente moderno con hermosas vistas desde la altura al río, al bosque, a los puntos blancos de las casas que se pierden en la lejanía.
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Después de un duro ascenso hasta Serém, con pelea contra los perros incluida, se desciende hasta un incómodo y vacío tramo por carretera hasta las afueras de Albergaria-a-Velha. Este pueblo, como su nombre indica, ya era albergue para peregrinos en el siglo XIV. Es tarde y busco antes un sitio donde comer que el albergue. Entro a un restaurante familiar, donde los dueños, reunidos en familia, están ya comiendo. Pero me atienden y me sirven un rico bacalhau com natas y vino blanco. La escena me parece tierna: los tíos están recordándoles a los sobrinos escenas de cuando eran pequeños, esos recuerdos familiares que sólo recordamos porque los hemos oído contar cientos de veces. Después hablan de lo que se habla siempre: hay algunos puntos cerca del pueblo donde las señales de tráfico no aclaran muy bien quién tiene la preferencia. No conozco el lugar, pero puedo asegurar que incluso en la familia hay división de opiniones.
Después conozco al hospitalero, en un albergue que es limpio, completo, bien organizado. Es italiano, y me explica que él fue uno de los que colocaron las flechas amarillas que encontraré en las próximas etapas. Y ahora empiezan los cálculos. Hay que saber cómo llegar a Oporto pero sobre todo hay que saber cómo salir de Oporto. Hay varias posibilidades para moverse por la ciudad, y dos rutas posibles para salir: la ruta central y la ruta de la costa. Una con pocos peregrinos, la otra masificada. Con toda la información, mi compañero seminarista y yo nos ponemos a hacer cuentas, a calcular distancias, a explorar todas las posibilidades, y no llegamos a trazar ningún plan. Por la noche nos reunimos todos a la mesa, los tres italianos y yo, invitados por las dos japonesas, que han preparado un caldo y pasta con verduras que en verdad sabe a comida japonesa porque lleva dashi, esa especia que está en todas las comidas japonesas y que ellas han traído en bolsitas. Reímos bien a gusto con sus ideas sobre los europeos, y después salimos a dar una vuelta a la plaza, donde hay actuaciones de grupos folclóricos. Son cientos de personas, sobre todo mayores, vestidos de labriegos antiguos, bailando y cantando lo que parecen jotas. Después del poco dormir y los 30 kilómetros andados, no puedo aguantar de pie viendo este concierto con el mismo entusiasmo que el de ayer.
Vaya, Blas, qué peleas te traes con los perros, a mí me dan un poco de miedo y no me gustan por sus deyecciones líquidas y sólidas que afean hasta el pueblo mejor y más elegantemente urbanizado, por tanto, copiando tu expresión de resonancias bíblicas, "maldigo toda su raza"
ResponderEliminarPor qué no te haces de un bastón o vara? además de ayudarte en las caminatas siempre tendrás una "espada" para defenderte, por lo demás, si quieres tener estampa de peregrino la vara es ingrediente esencial.