martes, 18 de julio de 2017

En el Camino: 9ª etapa: Santiago do Cacém-Praia da Galé (Melides)

Al dejar Santiago se atraviesan algunos de los barrios y pueblos que se controlan desde lo alto del castillo. Algunos son solamente una sucesión de casas en proceso de derrumbe a lo largo de la carretera. En otros hay gente, ovejas, y toldos que anuncian cafeterías que cerraron hace muchos años. En ningún otro lugar he visto tantos bares y cafeterías cerrados como en esta parte de Portugal. Letreros deteriorados o rotos, toldos que se empiezan a deshilachar. En algunos locales las cortinas están corridas y dentro se ven las sillas y las cajas de botellines apiladas, incluso sombrillas, y revistas y polvo de muchos años. La gente, simplemente, se fue yendo.

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Por fin un pueblo vivo, con calles limpias y cafeterías abiertas. El nombre parece una metáfora de este mundo camino del abandono: Deixa O Resto. En Casa da Mónica me sirven un generoso sandes de presunto com manteiga y un café con hielo. Los parroquianos son de edad muy avanzada, hombres y mujeres. Los viejos llevan todos pantalones vaqueros, y uno de ellos le hace bromas a otro porque los lleva agujereados a altura de las rodillas. Otro señor se presenta con ropa de campo y exhibe ante sus vecinos un tomate enorme, rosáceo y de carne apretada. Viene de cogerlos de su huerta, y reta a los demás a que críen en las suyas un tomate tan grande como el suyo.

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Al volver una curva me sobresalta escuchar la claridad de nuestras sílabas españolas. Es sólo la radio. Dos hombres están ajustando las cuerdas a los bloques de corteza que llenan sus camionetas. De una de ellas sale una canción cansina de Shakira. El terreno es arenoso, pero junto al río hay cuadros de huertas bastante bien cuidadas. Entre membrillos y naranjos, las matas de judías verdes, pimientos y tomates crecen altas y sanas. Los hortelanos siempre son ancianos de camisa abierta y ancianas de falda ancha y sombrero de paja.

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Las matas de hinojo y los hitos kilométricos están plagados de caracoles. No sé si son los mismos, pero en casi todos los bares hay un letrero escrito a mano con el mensaje: Há caracóis. Antes de llegar a Melides me encuentro a una familia sacando la corteza de sus alcornoques. Un padre, una madre, el hijo y un tío, todos con gorra y manga larga. Llevan dos camionetas, sobre las que la madre y el tío van colocando ordenadamente la cosecha. El padre se sube a una escalera y hace los cortes por la parte de arriba. El hijo completa el proceso: hace los cortes en la base, después se coloca paralelo al alcornoque y da siete u ocho hachazos verticales, rápidos y certeros. En un borde, hace palanca con el filo del hacha y después el rectángulo de corteza sale solo, sin esfuerzo, tirando con la mano. Hace lo mismo con la parte que está a la altura de su cabeza, y poco a poco van llenando el suelo de placas de corcho. La mujer me explica que se sacan cada ocho años, y que escriben sobre la piel nueva el número del año en que se sacó. Ya había llegado a esa conclusión en mi larga caminada por los montes. Me desean buen viaje, y siguen trabajando.

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Melides es un pequeño pueblo turístico alentejano, en alto, a sólo unos kilómetros del mar. Casas encaladas con zócalos azules. Se supone que he llegado al final de mi etapa, pero es muy temprano aún: sólo hice 19 kilómetros. Me siento en la terraza el mercado para tomarme una cerveza y actualizar el blog. Escribo con los dedos húmedos y fríos. Dos ancianos enfrente, sentados en un banco, hablan del tiempo, de lo fresco que está el día. Una señora sueca (su marido está leyendo un libro en sueco) le pregunta en portugués al quiosquero en qué idiomas tiene periódicos y revistas. Apenas se oye a nadie en la paz de la terraza. De los grupos que cruzan salen frases en inglés o francés, casi todos son extranjeros. Por un momento, siento una rara nostalgia de algo que no viví, y que no pude vivir: así debieron de ser cientos de pueblos catalanes, valencianos, andaluces, en los años 60, cuando los turistas empezaron a llegar: tranquilos, limpios, cuidados, pueblos al fin y al cabo. Un lugar de retiro en un país pintoresco y sureño, donde los guiris encontraban el sol, la brisa marina, y sobre todo el sosiego.

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A pesar de la paliza del día anterior, hoy mis piernas se han levantado muy fuertes. La etapa se me hace corta, así que decido seguir andando hasta meter los pies en el agua. Para llegar al mar hay que avanzar cuatro kilómetros, y desviarse otros cinco, para hacerlos mañana de vuelta y seguir por la carretera. Merece la pena. Como en un restaurante donde sólo se escuchan las voces de una familia malagueña y numerosa. Camino entre chalés modestos y después por una carretera entre pinares que lleva al mar. La Praia da Galé pertenece al Concelho de Melides, y todo esto a Grândola. Hay un Parque de Campismo bien organizado, limpio y lleno de gente. Muchos españoles, franceses y británicos. Ambiente familiar y también festivo. A la playa se accede bajando por senderos entre los acantilados de falésia. Los carteles recuerdan que son acantilados fósiles, y muchos en peligro de derrumbe. Por eso la arena es basta y parda. El sol está enfrente, ha empezado a bajar. Esto es una playa californiana. Las familias se bañan en el agua helada. No hace ni frío ni calor. Todos los caminos llevan a Santiago.


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