martes, 6 de octubre de 2015

Un tour gastronómico por la Bahía de San Francisco

Sin darnos cuenta, nuestros días en el norte se han convertido también en un tour gastronómico internacional. Descubrí, en el downtown de Berkeley, las costillas de cerdo a la barbacoa y el pollo frito al estilo de Luisiana, con su salsa caramelizada, su acompañamiento de judías verdes saladas, a la manera sureña. Pero también degustamos rica comida puertorriqueña en un local pequeño de Haight-Ashbury, el barrio hippie de San Francisco, donde probé por primera vez el pastelón, con judías pintas y arroz y plátano maduro frito, frente a una pared en la que colgaba, entre fotos de alegres familias isleñas, una reproducción grande del recorte de prensa, en el San Francisco Chronicle, del día de 1898 en que España perdió la guerra contra los Estados Unidos, y con la guerra sus últimas posesiones en el Caribe y el Pacífico.

         Un rato después, tras el necesario paseo por el comienzo del parque Golden Gate, después de un atardecer largo y colorido entre pinos gigantes y muchas cuadrillas de desharrapados sobre el césped, estamos en una cervecería alemana pidiendo unas pintas. Una cervecería realmente alemana, en la esquina de las calles Hayes y Laguna, con nombre de comedor social, Suppenküche, y con mucha gente rubia adentro. Entre los nombres alemanes de la cerveza y la pronunciación bárbara de los camareros, resulta difícil decicirse. En un rincón, en una barra marginal, mientras consulto la Getränkekarte, o carta de bebidas, me doy cuenta de que tengo delante varias velas de santos, de colores, cubiertas por recipientes verticales de plástico como vasos de cubata, esas velas que aún se guardan en algunas casas y a los pies de algunos altares de ermitas de pueblo. Y a tanto llega la fusión cultural, que entre San Antonio y la Virgen de Guadalupe encuentro una vela dedicada, en claro español, a La Santísima Muerte.

         De camino al metro, de las farolas cuelga la publicidad de un acto oficial de la ciudad de San Francisco, que se celebrará en Presidio, y junto al lema San Francisco Starts Here está, grande y orgulloso y anacrónico, el escudo del Reino de Castilla. Pasamos por delante del edificio del Ayuntamiento, dentro del cual están celebrando una boda de película de verano. Frente a la fachada principal está la estatua de Abraham Lincoln sentado, pero al otro extremo de la larguísima plaza arbolada, donde comienza el edificio de las Naciones Unidas, hay una estatua más grande, con placas en español, del Libertador Simón Bolívar a caballo.

En este edificio, frente al que paseamos en un noche tranquila y cálida, el Memorial de los Veteranos de la Guerra, está el Teatro Herbst, en cuyo escenario se firmó la carta fundacional de las Naciones Unidas, después de dos meses de reuniones en la primavera de 1945, lo que después se conoció como la Conferencia de San Francisco.

         Por la noche, en alguna buhardilla de algún local de copas refinado de Berkeley, descubro en la carta un mensaje cifrado del escritor francés André Gide que había estado esperándome: “Uno no descubre nuevas tierras sin estar dispuesto a perder de vista, por mucho tiempo, la orilla”.

         Pruebo por primera vez la comida indonesia, que me recuerda tanto a los pad thai tailandeses con los que sobrevivimos durante un mes por aquellas tierras tranquilas, con los mismos ingredientes, pero más dulce, más densa. Y esa noche o la siguiente damos vueltas por Oakland y acabamos pidiendo una pizza en un restaurante, Zachary’s, que es en realidad una cooperativa de trabajadores, y donde me entero de cómo es la pizza al estilo de Chicago, con la masa más gorda porque lleva la carne dentro.

         También en Oakland hay una taberna irlandesa donde cocinan buenas hamburguesas, imposibles de manejar sin cuchillo y tenedor. Rodeada de locales y librerías anarquistas, y centros culturales chicanos, The Starry Plough, es un pub con escenario para conciertos y con mucha política dentro. El nombre, “el arado estrellado”, hace referencia a la vieja bandera nacionalista irlandesa, inspirada en la constelación de la Osa Mayor. Chocamos las pintas, degusto con verdadero placer una Smitwick’s, auténtica cerveza negra irlandesa, pero me aburro cuando trato de leer el discurso de James Connolly enmarcado en la pared. Por los techos cuelgan imágenes y banderas de Irlanda, del condado de Mayo, pero también del Che Guevara, de César Chávez, pancartas contra viejas guerras en Centroamérica.

         Cerca de allí, caminamos otra tarde buscando libros y me hablan de la guerra civil española, del anarquismo catalán de entonces. Comiendo guisado de cordero con patatas y menta, al estilo birmano, y arroz hervido en leche de coco, la asociación de ideas me trae a George Orwell, que tiene una plaza en Barcelona, que anduvo por allá en los días de la guerra para contársela al mundo, pero que además de su Homage to Catalonia también escribió un diario de su estancia en Birmania: The Burmese Days.

         Una tarde blanca de lluvia perezosa comemos en un restaurante cubano del centro de Oakland, La Caña, pero por encima de la comida me guardo el recuerdo del verdadero café con leche, caliente y familiar contra la tarde mustia del otoño que viene. Y para completar el día caribeño, cenamos en un puertorriqueño de San Rafael, al norte de la Bahía de San Francisco, al otro lado del ultrafamoso puente Golden Gate. Vemos una exposición que recoge la vida y obra, la amistad y admiración mutua de Walt Disney y Salvador Dalí, que también vivió por aquí, y mientras conduzco por el puente rojo el sol se pone a la izquierda y parece que atravesamos los rayos dorados, cortados por los tirantes del puente, hacia el final de una película épica.

         Al otro lado del puente, arroz con pollo puertorriqueño, plátano maduro frito, aguacate, y de postre tembleque, que es un flan dulce de coco. El vino tinto de después, en aquella terraza amplia junto al fuego, cambiando de un idioma a otro bajo la luna menguante, me hace confirmarme en mi idea de que San Francisco es el mundo entero concentrado, un mundo al que puede darse la vuelta en unos pocos días, saltando de plato en plato, de cocina en cocina.

2 comentarios:

  1. Se me hace la boca agua leyendo el post, recordando sabores y olores de viajes pasados, pero sobre todo salivo recordando la exquisita cerveza irlandesa. Aquí andamos con los últimos frutos del huerto, la conserva casi acabada, los membrillos, degustando las últimas uvas casi empalagosas, los riquísimos pimientos, y, como han caído cuatro gotas, las primeras gachas y migas del otoño.
    Este verano quise visitar S. Francisco, pero no me fue posible. Después de leer tu entrada ya tengo otra razón de peso para hacerlo. Gracias por compartir, sobre todo las curiosas referencias culturales que demuestran cada vez más la diversidad y la relatividad de las cosas. Un abrazo.

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  2. Pues ya sabes, anímate, que en el fondo estamos muy cerca... Hay tantas razones para visitar San Francisco, acabo de regresar y ya quiero ir otra vez. Aquí como no hay otoño uno se acuerda, pero ahora que mencionas las gachas y las migas... Si te decides a dejarte caer por California, ya sabes, por aquí andamos. Muchas gracias por tus palabras, un abrazo fuerte, Antonio.

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