Cuando aprendemos de nuevo a caminar advertimos algo que nunca deberíamos haber olvidado: todos los caminos son variaciones del mismo camino. Por los desfiladeros sinuosos del Gran Cañón del Colorado, por selvas y playas mexicanas, por el trazado de sudorosa espiritualidad que lleva desde los Pirineos franceses hasta Santiago de Compostela, por la desolada precariedad de los caminos rurales de mi lugar en La Mancha, este año lo más valioso que he aprendido es a caminar.
Con la conciencia de que andaba y ando por un mismo camino, largo y desigual, intenso y a veces lento, medible con la sana medida de nuestros pasos ligeros. Me despedí al final de la primavera de una vida transoceánica y dulce, y en cierto modo ajena. Cargué con la mochila por territorios salvajes y distantes que ofrecían cada día una calidez de hogar, entre Honduras, Guatemala, Chiapas y Yucatán. Medí por carretera la distancia entre mi casa y los Alpes italianos. Y empecé después a caminar para reconocer mi país, para reconocer las fuerzas de mis piernas, de mi cabeza itinerante, una mañana de verano en las verdes montañas de Francia. El Camino de Santiago es una experiencia aún tan viva, tan entrañable, tan cercana, que no hay día en que uno no se alimente de algún recuerdo, de alguna frase memorable, de algún gesto, de alguna estampa, de alguna sonrisa franca.
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Entrar a Santiago fue un tierno regalo de cumpleaños, y en Santiago vivimos las dulces recompensas del trabajo acabado. Vivimos días intensos de reencuentros y conversaciones inacabadas, inacabables. La emoción secular de la celebración final con incienso en el aire, el movimiento pendular y magnífico del botafumeiro entre esa hermandad de gentes sudorosas, vestidas de Decathlon, ocupando sentadas las naves y los pies de las columnas. Y también horas de limpia contemplación de la fachada en obras de la catedral, y las últimas botellas de tinto bajo el ancho cielo estrellado, bajo el mismo Campus Stellae al que alzaron la vista miles de ojos peregrinos durante siglos.
Hacer el Camino es comprender un poco la cantidad de gente valiosa que hay en el mundo, y también sacar lo valioso que uno tiene para los demás. Y después ya no se puede parar de caminar. Uno vuelve a casa y vuelve a trabajar y a sus hábitos, y probablemente deja de escribir porque por lo pronto no hay nada más que decir. Pero no se puede dejar de caminar. Mi Camino ha tenido después campos pardos otra vez, viñedos, charcos, nieblas, pocos o ningún bosque, conversaciones otra vez familiares, también el discurrir solitario y machadiano. Pero es el mismo, el mismo Camino que dice conducirnos al fin de la Tierra y nos lleva, sin prisas, hasta nosotros mismos.